En los niños se refleja la verdadera esencia vegana
La foto de portada no refleja otra cosa que la esencia vegana del ser humano. Los animales herbívoros no se agreden, no practican el canibalismo y viven en armonía.
Lamentablemente la supremacía humana y su profunda estupidez mental van contaminando esa esencia, esa pureza, generando el absurdo contrasentido (disonancia cognitiva le llama la ciencia que estudia la locura del homo sapiens) que mientras el niño suele dormir la siesta cómodamente con su amiga, la ternera, su abnegada madre va captando con la cámara ese mágico momento, pletórico de ternura, para subirlo con altivez a las redes sociales como imagen para la posteridad, y al mismo tiempo, condimentando al hermano (o a la madre) de la amiga de su hijo, para meterlo en el horno. Es muy importante que los niños tengan esas actitudes hermosas con los animales y que aprendan a colorear los libros con "cerditos, gallinitas y vaquitas", pero también es fundamental que a los niños no les falte la “proteína”.
Los niños son inocentes y actúan de acuerdo a lo que sienten, pero esa naturaleza es más efímera que la vida de una flor. Si le muestras esa foto al colectivo carnívoro (o como les gusta decir a ellos: omnívoro, porque “comen de todo”), se encogerán de hombros y te darán su pusilánime respuesta en el idioma de Antoine de Saint-Exupéry: “c'est la vie!”. Otros comentarios “más” elaborados es que “Si Dios nos ofreció los animales para que los elevemos, comiéndolos, ¿quiénes somos nosotros para desafiar tal mandato?”
La “suciedad”, desde tiempos inmemoriales, nos viene machacando el cerebro con “verdades absolutas” que trasmitiremos –como Dios manda- a nuestros hijos y resulta harto difícil desafiar esos conceptos rígidos e inamovibles. Esa especie de herejía, de afrenta contra ese statu quo, provocará que nos estrellemos contra el muro cultural que impedirá con todas sus fuerzas que logremos ser libres pensadores -aunque estemos convencidos de que sí lo somos-. La agresiva publicidad y la indomable sociedad de consumo mancomunarán esfuerzos para que no podamos romper las cadenas de la esclavitud.
El trato que le dispensamos a los animales es señal inequívoca que esta cultura del agravio, la humillación y el maltrato a nuestros hermanos terrícolas no es innata, sino adquirida. Esa cautividad mental nos acompañará toda la vida, a menos que suceda aquel milagro, aquel destello de lucidez que nos ilumine y nos permita salir de la eterna hibernación.
Los únicos que se revelan al bloqueo intelectual que sufrimos los adultos son los niños. Abundan en Internet vídeos de pequeños que no quieren comer carne y lloran desconsoladamente cuando su padre está próximo a “sacrificar” un animal. Su padre -como tiene su cerebro saturado de estiércol- en lugar de tener una postura empática con el sufrimiento de su hijo por el inminente asesinato del amigo de este, reaccionará con carcajadas estentóreas con el único objetivo de ridiculizar una genuina actitud altruista loable.
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Nuestra vida es delineada y esculpida por la educación que nos brindan nuestros padres y maestros. Nacemos puros, sin contaminantes de ningún tipo, y de a poco, a fuego lento, nuestros mayores irán moldeando y perfeccionando esa capacidad para odiar, segregar y temer que tanto nos caracteriza. Entramos a la adultez con problemas insolubles y preconceptos arraigados de decenas de generaciones anteriores que dan por tierra la mínima capacidad de autocrítica. A medida que crecemos, el arte de amar se desvanece, e incrementa el menosprecio, el egoísmo y el desdén. Por tanto, cada vez que surja un pensador presentando argumentos en contra de esta práctica, su voz será minimizada a través de un agresivo aparato publicitario que dejará esos debates existenciales para otra oportunidad. Por ahora no hay tiempo para nimiedades y sí para producir a gran escala.
A la disciplina que explora las razones por las cuales una persona se contagia de una comunidad y repite los actos de esta, se la conoce como “psicología de masas”. Esa influencia colectiva eclipsa la personalidad individual, le quita autonomía y la subordina a una decisión grupal. El comportamiento social de dejarse afectar por un determinado grupo humano provoca que la persona ceda ante la fuerza dominante del colectivo. Ejerce el mismo poder de succión de una tromba cuando se lleva por delante y atrae como un imán todos los elementos que aparecen en su camino. A tal punto llega el grado de sumisión que el individuo no se plantea si el nuevo hábito está reñido con la ética y la decencia: lo hace y punto. Esa especie de hipnosis que padecemos por iniciativas grupales ajenas se ve en todas las manifestaciones humanas, pero muy especialmente en lo que consumimos.
Por lo establecido en el párrafo anterior no sería descabellado que aquel niño que solía dormir la siesta con su amiga ternera, pocos años después enseñe en redes sociales el pez o el alce de grandes proporciones que cazó con su arma de pescar o su rifle. Papá le enseñará que es de machos comer carne y mamá que ser sensible lo hará muy desdichado. El veganismo no es una opción intelectual para los más chicos, pues sus argumentos serán destrozados por sus mayores y objeto de burla de sus congéneres. ¿Llegará el día en que ese niño –ya adulto- pueda volver a las fuentes?
No hay que olvidarse que los grandes empresarios hacen denodados esfuerzos, utilizan su raciocinio e invierten fastuosas suma de dinero para tratar de que esas anteojeras que permiten ver la realidad desde un punto de vista lineal continúen de esa manera y no se transforme en periférica. Afortunadamente estos plenipotenciarios no pueden abarcarlo todo y basta que un simple vídeo sobre maltrato animal escape a la censura, para que una persona pueda reaccionar y lograr el retorno al veganismo –como me pasó a mí, a los cuarenta años-.
La gente suele preguntarme acerca de cómo me hice vegano –como si esto se tratara de algo reñido con la naturaleza humana- y mi respuesta es siempre la misma: “nací vegano, pero mi madre primero y la humanidad después, transformaron mi naturaleza en carnívora”. La historia de la humanidad avala esa insensatez y encuentra una razón tan ridícula como carente de sentido: nuestra dentadura posee “caninos”. Con comparar los dientes del astuto y cariñoso burro con los nuestros, nos daremos cuenta que los que carecemos de inteligencia somos nosotros al escoger comida no apropiada para nuestra especie.