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CUESTIONES CULTURALES


Es una perogrullada destacar que todos los veganos del mundo supimos ser carnívoros: ¡Si así se alimenta papá, mamá y los abuelos es porque está bien! ¿Cómo un niño va a desafiar a sus mayores? ¿Sobre qué base? ¿Sentimental? Dos bofetadas “aleccionadoras” y el sentimentalismo queda sepultado. Quizás en la adultez vuelva la empatía para con el reino animal y se pueda plasmar la “alocada” idea elucubrada cuando niño. Algunas mentes privilegiadas ya a temprana edad se oponen tenazmente a masticar cadáveres y su férrea determinación hace que sus padres acepten esa decisión “controvertida”.


El común denominador no son esas raras avis, pues para la gran mayoría la decisión de volcarse al veganismo surge a una edad adulta. Si ir muy lejos, mi vuelco hacia el veganismo se dio cuando frisaba el medio siglo de vida. Usted dirá: ¡tarde! Y yo respondo que nunca es tarde...


Nuestra vida es delineada y esculpida por la educación que nos brindan nuestros padres y maestros. Llegamos al mundo limpios en todo sentido, desprovistos de ropas y sin saber la diferencia entre el bien y el mal. Poco a poco nos van inoculando religiones, reglas de moral, de conducta, dogmas, y esas enseñanzas pasan a ser nuestra incuestionable verdad suprema. Ya en la niñez empezamos a incorporar miedos, odios y fobias, así como el sentimiento de amor profundo. El ejemplo más gráfico para comprobar esta verdad es el del bebé que es echado a una piscina profunda a poco de nacer y sale a flote nadando como un profesional, mientras a su madre le galopa el corazón por la angustia y el pánico. ¿Cómo no iba a hacerlo exitosamente si durante nueve meses lo estuvo practicando dentro del vientre materno? Es el antagonismo entre la más pura naturaleza y los más impúdicos miedos terrenales. De esa manera nos van moldeando, aclimatando a cómo habremos de reaccionar en este sinuoso camino llamado vida.


Según nuestros padres, maestros y el mundo todo, comer carne es un hábito saludable y muy recomendable que incorporamos desde muy pequeños. Es lógico que así sea, pues es el plato principal en la mayoría de las culturas desde hace miles de años. Ingerir cadáveres es continuar con una tradición y ese detalle por sí solo lo hace más que respetable. Si nuestros mayores comieran insectos, nosotros también lo haríamos. Tres importantes postulados hacen que el consumo de carne y derivados de la leche sean aceptados con naturalidad: siempre estuvieron presentes, son recomendados por los pediatras -pues está comprobado "científicamente" que aportan proteínas y nutrientes "fundamentales" para el ser humano- y porque su sabor es agradable para la amplia mayoría. Por estas razones, casi no hay posibilidad de escapar a este vasto repertorio gastronómico. Es muy difícil que alguien rompa las cadenas de ese hábito alimenticio, arraigado desde casi el comienzo de la civilización. Cada vez que surja un pensador presentando argumentos en contra de esta práctica, su voz será minimizada a través de un agresivo aparato publicitario que dejará esos debates existenciales para otra oportunidad. Por ahora no hay tiempo para nimiedades y sí para producir a gran escala.


Lo argumentado en el párrafo anterior lo puedo ejemplificar con una anécdota de la que fui testigo ocular. Estábamos jugando a la pelota en la vereda (eran tiempos en que todavía se podía) y de repente pasó una rata. La musofobia -como era de esperar- se apoderó tanto de niños como de adultos. Gritos, histeria y hasta llantos porque el roedor pasó por el lugar equivocado en el momento menos adecuado. Dos jóvenes fornidos, munidos de varios cascotes comenzaron a lapidar a la rata, hasta que le dieron muerte. Esos dos muchachos se erigieron en héroes, ¡literalmente nos habían salvado la vida! Dentro de nuestra cosmovisión la rata pudo haber atentado contra nosotros y los aguerridos muchachos demostraron una valentía más allá de lo racional evitando ese triste desenlace. Los jóvenes hicieron lo que tenían que hacer: eliminar a la plaga. Transcurridas varias décadas sé a ciencia cierta que la única plaga es el ser humano.


La foto de portada impacta no solo por la sangre del delantal, sino por el aspecto siniestro y desafiante de la mujer. Una mujer que mientras desarrolle esa labor olerá a muerte -aunque se duche siete veces al día-. Una mujer que cuando llegue a su casa abrazará su marido y a sus hijos -como si la jornada hubiera transcurrida en la más apacible rutina-.


Han pasado los años y con mi vuelco hacia el veganismo, hay ciertos sectores de los supermercados a los cuales ni siquiera me acerco. Pero, tratando de comparar a la protagonista de la imagen y al carnicero que nos vende la carne para la milanesa, me pregunto: ¿no estamos hablando de lo mismo? ¿No están manchados ambos delantales con sangre? ¿Cambia en algo que la mujer mata a los animales y el carnicero los corta en pedacitos? ¿Acaso no forma parte del proceso mediante el cual la gente accede a su comida?



Estoy seguro de que a todos los que se nutren de ese tipo de “comida” les resulta chocante ver a la mujer, pero ¿por qué no ocurre lo mismo con el carnicero? Las carnicerías -que yo sepa- no huelen a rosas; huelen a muerte.


La maravillosa disonancia cognitiva nos hace ver con cierto recelo a la mujer, pero al carnicero le vamos a preguntar: ¿cómo está su familia?


Todo esto nos conduce a razones culturales, a la poderosa sentencia que a mi juicio es la más peligrosa en la historia de la humanidad: TODA LA VIDA LO HEMOS HECHO ASÍ. El cambio es lo permanente, asúmelo con responsabilidad y alegría. El veganismo se te está colando por todos lados, no lo soslayes, ábrele la puerta, vino para quedarse, vino para salvar a los animales de una muerte absurda y llegó para darte a ti y a tu planeta la calidad de vida que se nos va como agua entre las manos.


Alejandro Goldstein

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