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Estamos al borde del precipicio y ese paso al frente para caer al abismo está ahí mismo, muy cerca.


Mis primeros pasos en el veganismo fueron asumidos con total naturalidad, sin esa búsqueda afanosa e histérica en libros, manuales o revistas. El hecho de pensar que gracias a mi pequeño aporte se estaba salvando una vida era argumento más que suficiente para seguir adelante, convencido de transitar por la senda correcta. A los pocos meses de asumir ese compromiso con la vida de los más vulnerables fui con mi familia a visitar a uno de mis hermanos y este se sorprendió al ver mi estado "deplorable". Mi esposa me manifestó que él le había comentado que ella debía hacer algo para hacerme recapacitar, pues -a su juicio- yo estaba prácticamente al borde del lecho mortuorio. Esto es como la matemática: dos más dos son cuatro: si ingerimos los alimentos adecuados para nuestro organismo, tendremos el peso ideal y nuestra apariencia nunca será la de un gordo. Esos kilos que siempre quise adelgazar y no podía, como por arte de magia se esfumaron y pasados unos cuantos años del cambio de vida, todavía no regresan.


Al verme delgado y blanco como un papel, me recomendó que visitara un médico para que me recetara los respectivos análisis de sangre, pues en Occidente estar "rellenito" -sin pasarse de la raya, obviamente- y con un delicado tostado por el sol es síntoma de buena salud. Poco importa si la exposición al sol trae cáncer de piel y estar rellenito, ciertas complicaciones.Le dije en tono desafiante: "voy a hacerme los análisis y te los voy a enviar para que veas cómo son las cosas". Al final de cuentas, yo estaba ofendido, pues no podía dar crédito a cómo la gente podía ser tan ignorante. Cuando retornamos a casa, pedí la cita con un médico de familia. Me preguntaron en la clínica cuál era mi médico personal y como en nueve años no había visitado ninguno, me dieron el primero que se ajustaba a mis horarios. Cuando llegué a la consulta y el galeno pretendió examinarme con estetoscopio y exhortarme a que me desvistiera para la revisión de rigor, en forma educada le dije que no era necesario, que yo era vegano y que estaba allí simplemente para hacerme análisis de rutina. Lo que sí, le pedí que incluyera todo.


Los resultados no pudieron sorprender a nadie: de ocho hojas no hubo un solo ítem cuyo resultado estuviera fuera de los valores normales. No contento con todo eso y un poco influido por la gente de mi entorno, a regañadientes decidí consultar a una nutricionista. Coordiné la cita y en el trayecto le rogué a la "profesional" -mediante comunicación móvil- que me esperara porque estaba un poco retrasado, como si me fuera la vida en esa consulta. Presentadas las disculpas por mi tardanza le manifesté que era vegano. La respuesta fue desmoralizadora: "¿qué es eso?" Le agradecí por el tiempo que le había hecho perder y me retiré raudo y veloz. Esa fue la última vez que hice algo para conformar a los demás.


Desde hace más de seis años salgo a entrenar con un amigo en la madrugada de la ciudad de Panamá. Nos levantamos a las 3:00 y terminamos nuestra rutina a las 6:00. El deporte escogido es el ciclismo, y lo hacemos seis veces a la semana. El entrenamiento del domingo es más riguroso porque puede llegar a abarcar cuatro horas. Este amigo llegó a pesar ciento veinte kilos con una estatura de 1.60 metros. No muy convencido, decidió acompañarme la primera vez, más que nada para ver cómo se veía la ciudad a esas horas de la noche. No le resultaba fácil dejar una vida de sedentarismo, de largas horas de televisión y montañas de papas fritas, para volcarse de lleno al deporte. Ese cambió hizo que redujera su peso corporal a la mitad, aunque su aspecto -a ojos de los demás- no fuera de lo más saludable. Como yo entrenaba con él, sabía de su resistencia y de su fuerza, no así aquellos que lo veían esporádicamente. Los resultados de sus análisis de sangre le hicieron abandonar definitivamente la eterna píldora contra el colesterol, entre otros lógicos logros. La esposa y las hijas le hicieron la guerra hasta que empezaron a acostumbrarse a su nuevo "look" delgado. Pero lo interesante de todo esto es la opinión de un súper obeso, amigo de él, que con franqueza le espetó: "¡se te fue la mano, pareces salido de un campo de concentración!" Ese pensamiento es el de la mayoría de la gente. Resulta increíble constatar cómo un cachalote humano tiene el descaro de proferir tamaña agresión a un tipo que vende salud. Pero así es nuestra cultura: loco es el que no come carne y también el que se levanta a hacer ejercicio en plena madrugada. Es lo primero que se les ocurre vociferar, por aquello de que los cambios nunca son bienvenidos para nuestra especie.


Indudablemente que a la hora de socializar con mis semejantes es un paso atrás, pues nunca tengo ganas de reunirme con amigos en un restaurante. Uno como padre quiere lo mejor para sus hijos y yo formo parte de ese club. Cuando abracé esta causa le dije a mi hija que a los efectos de ser aceptada por sus congéneres era incompatible su eventual adhesión al veganismo. Hoy estoy absolutamente arrepentido de ese concepto, es más, tengo que reconocer que irremediablemente la misantropía se va alojando en mi alma con mucha fuerza y me cuesta mucho evitarla.

El cerebro humano se ha tornado frío; su corazón, helado. Despreciamos -aunque intentando que no parezca muy obvio- a quien no tiene posesiones materiales, un título académico, un hogar en propiedad o el último teléfono móvil. Alardeamos con tumbas sofisticadas y con nombres artísticos para hacer siempre la diferencia, y nos tienen sin cuidado -por mucho que pretendamos preocuparnos- las lejanas desgracias ajenas. Nos sobra arrogancia y falta empatía para ponernos en el pellejo del otro tan siquiera una vez. Lo importante es nuestra hambre y nuestra zona de confort; el sufrimiento atroz de los animales no es problema nuestro, pues Dios los puso en nuestro camino para que hagamos con ellos lo que nos plazca.

La plena certeza de que el único camino para revertir este mundo violento es dejar en libertad a nuestros hermanos terrícolas me llevó a asumir este pequeño gran desafío. No existe razón alguna para aseverar que el mundo no está preparado para el cambio si yo lo pude hacer efectivo en forma autónoma.


Estamos al borde del precipicio y ese paso al frente para caer al abismo está ahí mismo, muy cerca. Dar un paso hacia atrás, hacia las fuentes, los orígenes, nos dará el impulso para recuperar la confianza y encarar la salud del planeta con la alegría y la tranquilidad de que estaremos en la senda correcta.


Ha llegado la hora de que los indiferentes y faltos de compromiso dejen de velar solamente por sus intereses personales y comiencen a sentir aquella necesidad de involucrarse en causas magnánimas que nos conduzcan a un mundo armónico. Vale la pena encarar el compromiso de frente y no hacerse el distraído. Aún estamos a tiempo, porque si no se ha perdido todo, no se ha perdido nada.

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