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Carne: una milenaria tradición que cambió nuestra apacible naturaleza vegana por una violentamente c


Es una verdad irrefutable que no existen niños veganos en hogares “carnívoros”. Esto se debe a que los padres no lo permiten, y si un hijo no escucha los "buenos" consejos de sus progenitores, entenderá por las malas que su manera de pensar está totalmente equivocada. La mentira disfrazada que oculta el sufrimiento y distorsiona el origen de lo que consumimos, se asume con total naturalidad por casi toda nuestra especie. No hay visos de arrepentimiento porque culturalmente así hemos sido forjados. Poco importa el proceso mediante el cual la "comida" llega a nuestra mesa. La cultura de ver restos mortales haciéndonos fiel compañía a lo largo de nuestra existencia, nos abstrae de la complicidad que tenemos en el frenético proceso de matanza. Cada vez que compramos un filete en un supermercado estamos contribuyendo para que ese régimen goce de buena salud y prospere.

¿Cómo se hace para sensibilizar a los niños que lo que se presenta en las góndolas de un supermercado con la "foto" del pollito haciendo una guiñada de complicidad o la de la vaca pletórica de felicidad no es otra cosa que despojos de seres que alguna vez los humanos hicimos nacer para que nos alimentaran? De esa manera, esta macabra sociedad de consumo nos convierte en socios activos y cautivos de la degradación de los seres menos aventajados.


Dicha industrialización de la muerte de animales y el posterior mercadeo de sus “productos” cuenta con el respaldo de una vigorosa campaña publicitaria, en la cual siempre aparecerán niños sonrientes deleitándose con un "sabroso y nutritivo" "hot dog" o un yogurt frutado. Todos los logotipos apuntan hacia los más jóvenes, los más inocentes, los más vulnerables.


La primera gran mentira -repetida millones de veces- es separar a los animales de su sufrimiento. La leche no nos la regala la vaca como dice la simpática canción infantil, y el novillo alegre que aparece en la caja de las hamburguesas no nos dona su carne para que proveamos de proteínas nuestro cuerpo. La segunda gran mentira -con la que tratan de justificar lo injustificable los consumidores de animales- es que nuestra naturaleza es carnívora.


El ser humano es íntegramente herbívoro en su fisiología. Nuestra dentadura y estructura mandibular móvil de manera horizontal se asemeja mucho a la de los animales que comen vegetales y frutas. Los carnívoros, por su parte, se caracterizan por sus largos caninos y los movimientos verticales de mandíbulas, diseñados para desgarrar y tragar, sin necesidad de masticar largamente.


Los carnívoros, cuando cazan, engullen grandes cantidades de ácidos grasos, proteína animal, colesterol y grasas saturadas. Su anatomía aerodinámica está creada para que sus arterias no se vean obstruidas ni dañadas, porque si esto ocurriera no podrían correr frenéticamente para dar captura a su presa; dicha obstrucción es una de las enfermedades cardíacas que más muertes provoca dentro de nuestra especie. Los seres humanos sudan para regular su temperatura corporal, mientras que los carnívoros lo hacen mediante el jadeo y la respiración, sacando la lengua y con la boca abierta, ya que no tienen esa facultad. Los herbívoros y los seres humanos transpiran a través de poros. Los carnívoros beben agua con la lengua, mientras que los seres humanos, al igual que los herbívoros, por medio de la succión.


Tan pesada es la carga cultural que sobrellevamos que dejamos que nuestra naturaleza intrínsecamente vegana, fuera sustituida por otra ferozmente carnívora. No tenemos el aparato digestivo, no tenemos los dientes, no tenemos las garras ni la velocidad de los carnívoros. ¿Nuestras armas cuáles son? Nuestras manos y nuestros brazos, anatómicamente diseñados para recoger frutos de los árboles y arrancar raíces de la tierra. Es más, el dato más estremecedor de por qué la carne nos complica la vida, es debido a que permanece podrida en nuestro organismo más de cuarenta y ocho horas, mientras los carnívoros la digieren en solamente cuatro.


Ningún humano va a perseguir a otro animal para cazarlo con sus propias manos, desgarrarlo con sus mandíbulas y comérselo crudo en su totalidad. El hombre aprendió a comer carne solamente después de cocinada. Pero existe una prueba más que es harto elocuente y que demuestra fehacientemente que el ser humano carece de instinto carnívoro. En el caso hipotético que le diéramos a un niño de dos años una manzana y un perro, ¿se nos ocurrirá pensar que habrá de jugar con la manzana y tratará de atacar al perro para comérselo? Esa es la demostración cabal que nos define como herbívoros. Los factores culturales son los que nos llevan a los miles de holocaustos que se suceden diariamente y a que consideremos muestra naturaleza como carnívora.


La descomunal y estremecedora foto que luce como decorado en la pared de un prestigioso restaurante de la ciudad de Buenos Aires -en la que se ven decenas de vacas fallecidas colgando de un gancho, mientras a pocos metros comensales departen distendidos entre risas y buen apetito-, nos enseña gráficamente la peligrosa apatía en la que vivimos. Dicha imagen resume de manera sublime todos los aspectos de la vida moderna: consumismo frenético sin importar si alguien sale perjudicado e indolencia absoluta al sufrimiento de los que no tienen voz. La simple repetición del "alegre" hábito de comer animales muertos y la ausencia de compasión nos regalan este presente carente de armonía y nos empujan -a través del viento de la historia y la tradición- hacia una insensata corriente cuyo destino final es el abismo. Para el común de la gente lo tradicional pasa a ser lo moralmente aceptable.


El pensador judeo-alemán Theodoro Adorno lo sintetizó de manera descarnada: "Auschwitz comienza siempre que alguien mira un matadero y piensa que son solamente animales". Esa foto debería ser un imperativo llamado a la reflexión, una exhortación de que el statu quo debe cambiar, si lo que deseamos es vivir en un mundo mejor, más equitativo. Por lo pronto, siempre tenemos una respuesta y un millón de excusas para que nuestras conciencias sigan siendo incólumes, a pesar de nuestros evidentes e irrebatibles pecados.


Es tal el caos mental que padecemos que hemos asumido con angustia que la eventual ausencia de carne en nuestra dieta prácticamente estaría extinguiéndonos como especie. No estamos preparados para escuchar razonamientos “carentes” de sentido. Como el planeta ya no puede sobrevivir con el maltrato que el hombre le dispensa a la naturaleza, científicos y médicos mancomunan esfuerzos para “inventar” carne a partir de una única célula extraída de una vaca o un pollo, sin que causemos los conocidos efectos devastadores al medio ambiente.


Mi precaria inteligencia no tiene la capacidad para entender semejante descubrimiento y mi dilatada suspicacia –fuerte como el acero- hacen que vea de soslayo la posibilidad de que a partir de este procedimiento sea posible la creación de hasta diez mil kilos de carne vacuna. Dicen los entendidos que dicha carne de laboratorio, no sólo reduciría los costos de la ganadería, sino que tendría un positivo impacto en la cantidad de animales que deberían ser sacrificados para alimentar a la población humana, ya que esta técnica no requiere matar seres vivos en el proceso.


Lo único que deberían entender médicos, científicos y toda la humanidad –en lugar de buscar de forma contumaz alimentos emparentados con la tradición, pero que atentan contra nuestra naturaleza- es que el consumo de carne lo único que genera son pingües ganancias a hospitales y a la industria farmacéutica.


Tal es la desesperación de la gente, que en cierta ocasión, un querido amigo me trajo "la solución" -sin que yo se la pidiera, por supuesto- a la "carencia" de carne de mi alimentación. No me la mencionaba desde el punto de vista proteico, sino con la alegría de haber descubierto la manera de que yo recuperara "aquel sabor inimitable", el inconfundible manjar de los uruguayos. Ese "notable" hallazgo era la "carne" de soya. Tanto insistió que finalmente accedí a cocinarla y a comerla. La verdad es que me causó tanto asco que tuve que dejarla y botarla a la basura tras la ingesta de un mísero bocado. Al otro día, mi amigo me asaltó con la pregunta con un rostro que trasuntaba expectativa positiva: "¿y?" Casi le da un sincope cuando le mencioné la palabra "repugnancia". Mi respuesta fue lacónica: "parece carne y sabe a carne".


Nuestras aversiones pasan por carriles diferentes: mientras los veganos sufrimos en silencio cuando tenemos que compartir la mesa con comensales que se alimentan de hediondos cadáveres, el resto de la gente llama al mesero y le hace un retumbante escándalo público porque el bife (colmado de vísceras, sangre y grasa) vino ornamentado con un cabello cano que el sombrero del cocinero dejó escapar.

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