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Sentido común de la humanidad: tan prodigioso como ineficaz


¿Cómo voy a zambullirme en aguas profundas y turbulentas para acompañar a mis amigos si no sé nadar? ¿Cómo no dejo de fumar sabiendo que cada mañana cuando me levanto de la cama dejo la vida durante veinte minutos tosiendo porquerías provocadas por el cigarrillo? ¿Cómo puedo tener la impudicia de quejarme de que no puedo cubrir el presupuesto de mi familia si paso ocho horas mirando televisión? ¿Cómo se entiende que un hombre brillante como William Jefferson Clinton haya protagonizado uno de los bochornos más recordados del siglo XX, cuando siendo presidente de los Estados Unidos de América, es decir, la persona con mayor poder sobre la faz de la Tierra, "mordió el anzuelo" y se dejó embretar por una simple becaria? ¿Fue este uno de esos casos en que el instinto pudo más que la inteligencia y la razón?

Si todas las personas que se precian de inteligentes pusieran a funcionar en la modalidad de piloto automático su sentido común, todo transcurriría en la más monótona y apacible armonía. Pero, de vez en cuando -por no decir siempre- procedemos de manera irracional, nos equivocamos. Esa capacidad que tiene la mente para resolver las cuestiones de la vida a veces falla. Por tanto, como dice el refrán: "Si pestañaste, perdiste". El sentido común obliga a la persona a estar en permanente estado de vigilia, sin bajar la guardia ni siquiera por un instante. Es la única manera de desechar eslóganes y lineamientos anacrónicos que habrán de distorsionar o torcer una decisión que pensábamos era la correcta. La influencia de los agentes externos -si no tenemos la cabeza bien puesta por sobre los hombros- puede que nos haga claudicar esa fuerza mental que todos tenemos, pero que lamentablemente no aprovechamos.


Errar es humano, y en este contexto, mentes no mejor dotadas pero sí muy bien entrenadas, influyen de manera eficiente sobre las que son más vulnerables. El sentido común queda bloqueado cuando procedemos influidos por referencias externas a una situación nueva sin adaptar nuestra experiencia al conjunto de circunstancias. Nos basamos en esquemas mentales establecidos de antemano y aunque estos no sean acertados, la mente insiste tozudamente o simplemente neutraliza aquellas partes que no encajan dentro de su estructura. Por tanto, creemos resolver problemas simplemente evadiéndolos, en lugar de hacerles frente. Esta manera de pensar tiende a hacernos rehenes de los dictámenes de las modas que controlan la opinión popular encauzándola en el ridículo o a través del miedo a lo desconocido; una simple falta de voluntad para reconocer que estamos equivocados. La obstinación está fundada en una serie de razones, entre las que se incluyen las inseguridades, la ira, la incomprensión y el miedo a no estar en sintonía con lo que sucede en la sociedad. La contumacia es la causa de muchas acciones y decisiones irracionales e injustificables.


Para enfrentar esos traumas que impiden nuestro sano ejercicio mental, es necesario divorciarse de la monotonía. Esto no quiere decir tirarse a la piscina vacía, sino una forma de rebelarnos a que el sentido de esa realidad que tenemos no es natural de nuestro pensamiento, sino una simple herencia. Y una vez que ese legado confirma que la realidad es solo lo que vemos como tal, nos abrimos a un mundo cruel e intolerante, pues perseguiremos a todos aquellos que no se ajusten a nuestro "correcto" patrón de vida.


"Lo que ha unido Dios, que no lo separe el hombre", dice el Nuevo Testamento. ¿Qué pesadilla más grande que tener que soportar a un hombre o a una mujer toda una vida simplemente por mandato divino? A mi criterio, el divorcio es la octava maravilla del mundo, pues implica cortar las cadenas de la esclavitud, implica un renacer con renovados bríos. Al recurrir al divorcio de ideas, nos abrimos a nuevos horizontes y desafíos, dejamos de ver el mundo a través del pensar comunitario para adentrarnos en nuestra propia experiencia y raciocinio. A veces resulta complicado, pues a las múltiples tareas que tiene que desarrollar una misma persona para cubrir el presupuesto de su hogar hay que sumar las innumerables propuestas para el ocio, y eso lleva a que el tiempo para la reflexión sea casi nulo. Por ello, es necesario "bajar un cambio" y entrenar la flexibilidad mental para desarrollar un intelecto abierto que no desbarate la capacidad de incorporar nuevas ideas. Es imprescindible que hagamos un sacrificio mental para ahuyentar esos mensajes que a lo largo de la vida van minando nuestra inteligencia y que se instalan en nuestro ser, presumiblemente para no abandonarnos jamás.


El punto de partida para que yo empezara a concluir que la ingesta de productos lácteos por parte de la especie humana era un error garrafal fue mi sentido común. Esa introspección me condujo a la pregunta: ¿por qué no consumimos leche de primates, habida cuenta que compartimos casi el mismo ADN? Quizás se piense que solamente un loco puede elucubrar semejante dislate. ¿Por qué no? En el hipotético caso de que barajáramos de nuevo y repartiéramos los naipes para un mundo inédito, sin el lastre de axiomas o conceptos preestablecidos, ¿qué diría la gente si se la obligara a beber leche de vaca como algo novedoso? ¿Se calificaría de insensato a aquel que propusiere tamaña iniciativa? La muestra cabal de que nuestro sentido común está fuera de servicio queda en evidencia cuando le damos de beber a nuestras mascotas (perros y gatos) leche de vaca, seguramente para que también crezcan sanas y fuertes.



Ese sentido común me llevó a inferir que no tenemos semejanza alguna con la vaca. No vamos a encontrar ninguna similitud entre una especie y la otra. Si apelamos al axioma de que la "naturaleza es sabia", obligatoriamente deberemos estar de acuerdo que no es sensato beber leche de vaca. Y si no es natural, su ingesta simplemente nos enfermará.


La naturaleza no es milagrosa ni mágica, es sabia y lógica, y por tanto, avisa cuando algo no está bien. El trabajo de advertir al hombre y al planeta que se están enfermando gravemente es la única función que está cumpliendo en los últimos tiempos. Lamentablemente, la mala administración de sus recursos dispuesta por el ser humano, minimizó escandalosamente su capacidad reparadora.


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