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¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para que nazca el primer clon humano?


La manipulación genética de caninos y vacunos para crear nuevas razas con el trillado objetivo de beneficiar a la clase humana se nos ha ido definitivamente de las manos y de esa manera, los hombres continúan deleitándose con las "bellezas exóticas" de los perros Sharpey y Lebrel Afgano, la carne de una Hereford o la leche de una Holando.


Si ponderar la cultura de las razas caninas constituye un agudo trastorno mental propio de un racista, el tema de la clonación excede totalmente esa enfermedad y eleva el desquicio hasta el firmamento. A partir del nacimiento de la oveja Dolly, en julio de 1996, aquellos científicos apegados más al dinero que al avance de la ciencia, vieron la veta para que sus ganancias también llegaran al infinito, pues siempre habrá algún personaje adinerado dispuesto a pagar solamente para dar la nota. Y eso fue lo que sucedió. No contentos con ese fastuoso despliegue de razas, tamaños y colores, algunas personas van más allá, queriendo desafiar los dictámenes de la naturaleza, volviendo a tener exactamente su mismo perro. ¡Tamaña locura! Como todo en esta vida es cuestión de dinero, mucho no hubo que esperar tras el deceso de Dolly para que en Corea del Sur se clonara la primera mascota canina. Unos clientes de Miami, Florida, pagaron el exorbitante precio de 155.000 dólares por ese servicio, hecho que quedó marcado en la historia como el primer perro oficial clonado. Lo extraño es que se trataba de un labrador puro, y sin necesidad de clonación, la inversión por un ejemplar de la misma raza no sobrepasa los cien dólares. Es más viejo que la rueda, pero el refrán lo establece claramente: "contra gustos no hay nada escrito". Quizás al cliente le vendieron la idea de que el perro clonado iba a tener el carácter y la personalidad del fallecido, pero a mi juicio, además de pésimo negocio, se trató de una completa inmoralidad.

Nacido en el seno de una familia católica bávara de buena reputación, Joseph Mengele pronunció el juramento hipocrático como un médico más. Pero una cosa son las promesas y otra muy diferente la oprobiosa realidad que lo llevó a ser un icono de la barbarie, apasionado en realizar los más dolorosos experimentos sobre gemelos, con la esperanza de descubrir el secreto de los nacimientos múltiples. Sus desvelos apuntaron a crear genéticamente la quimérica raza aria superior que habría de dominar el mundo. ¿Qué sistema político, social y jurídico pudo crear semejante monstruo?


Nuevos conceptos sobre la evolución de la raza humana se discutían en la Berlín de los años veinte. Las teorías de Darwin eran contrastadas con los nuevos descubrimientos y una nueva ciencia comenzaba a causar fascinación: la Eugenesia, o mejor dicho, el estudio de los cruces genéticos. Eran tiempos en que el antisemitismo ganaba adeptos de forma galopante, mientras la comunidad científica parecía sentirse cómoda con ese statu quo. Conceptos como pureza hereditaria, eutanasia y esterilización de las razas inferiores cautivaban a la comunidad científica. El propósito, basado en estudios sobre mejoramiento de animales, era aplicar estos conocimientos para mejorar la raza humana en aras de obtener una sociedad mejor, con gente exitosa, de enjundia, y no las "lacras" que insultaban con su sola presencia al "gran" pueblo alemán.


Nadie como Mengele se sintió más consustanciado con ese desiderátum. En el Campo de concentración de Auschwitz, el científico encontró gemelos a raudales, los cuales no tuvieron otra alternativa que "cooperar" en sus macabros experimentos genéticos. La única razón para que un médico con sus antecedentes y su probada reputación se acercara a trabajar en un lugar tan lúgubre era porque buscaba con enfermiza obsesión zwillingen (gemelos) para sus experimentos. Tan grande era el caudal de los que se presentaron, que hasta se dio el lujo de matarlos. Mengele era uno de los pocos médicos de campamento que podía llevar a cabo la tarea de selección a sangre fría. Sus investigaciones tenían un fin claramente demarcado: lograr la absoluta perfección de la raza aria y asegurar su reproducción. Por ello intentaba descifrar los secretos de los nacimientos múltiples.


¿Sufría Mengele de un severo trastorno mental? ¿Acaso la búsqueda de los secretos de la genética humana destruyó algún vestigio de conciencia que le pudo haber quedado de cuando era estudiante?


Las opiniones varían, pero algo es seguro: Josef Mengele fue la personificación del peor demonio y ello lo llevó a erigirse en símbolo superlativo del terror nazi. Lo más importante es ver que su mente operaba como la de un científico mientras experimentaba, concentrándose en sus estudios y dejando de lado todo tipo de sentimientos que pudieran interferir con la gloria del pueblo alemán. Mengele inyectaba en las venas toda clase de sustancias, como fenoles, cloroformo, nafta e insecticidas. Algunas veces, directamente en el corazón. Mataba a los objetos de sus experimentos para hacerles autopsias y hacía vivisecciones para estudiar los límites de resistencia a los traumas y el dolor en seres humanos. De esta forma, sus experimentos se cobraron hasta sesenta víctimas diarias. No deja de resultar llamativo cómo filmes que en su época pudieron circunscribirse dentro del rubro de la ciencia ficción, en la actualidad pierden esa catalogación, simplemente porque las cosas han cambiado y lo que antes era descabellado, hoy es rutina pura. “Los niños del Brasil” (Franklin J. Schaffner, 1978), si bien sigue teniendo visos de frondosa imaginación, sumerge al espectador -aun con el pasar de los años- en un reflexivo pensamiento. Basada en la novela del escritor estadounidense Ira Lewin, la película narra la experiencia sudamericana del Doctor Mengele (Gregory Peck), quien a pesar del trago amargo por la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial, mantiene más alto que nunca su vigor a fin de coronar con éxito sus proyectos científicos más ambiciosos.


Dicho plan consistió en introducir la carga genética del mismísimo Adolph Hiltler en noventa y cuatro embriones que supo extraer del Fhurer cuando este aún estaba con vida. De esa manera obtuvo noventa y cuatro niños exactamente iguales, los cuales fueron desparramados por el mundo en familias que tenían un entorno similar al que el controvertido canciller alemán vivió en su infancia austríaca.


Cuando esos niños cumplen catorce años, la organización criminal de la que disponía Mengele comienza a poner en práctica la segunda parte del plan: ejecutar a cada uno de los padres de los clones a la misma edad que tenía el joven Adolph cuando murió el suyo. De esa manera, la película se transformó en una de las pioneras en tratar el tema de la clonación humana. Esa fantasía, que en la década del setenta no dejaba de ser una historia surrealista, hoy se siente como algo espeluznante que podría llegar a suceder en cualquier momento.


Más acá en el tiempo, específicamente en el año 2000, se estrenó un filme futurista acerca de las clonaciones y el mero trámite que significa morir y retornar nuevamente a la vida; tan fácil como cambiarse de camisa. “El sexto día”, película protagonizada por Arnold Schwarzenegger, nos da una idea ¿fantástica o real? de lo que será la experiencia humana en muy poco tiempo.


La pregunta que se cae de madura -y con lo que la gente sueña, a pesar de que lo niegue públicamente- es: ¿cuánto tiempo más tendremos que esperar para que nazca el primer bebé humano clonado? La locura del hombre da para mil y una especulaciones. Imaginemos el caso de un matrimonio acaudalado que tuvo la desgracia de perder a su único hijo en un accidente de tránsito, a los pocos meses de haber nacido. El marido le sugiere a la mujer dar vuelta la página y encargar otro crío a la cigüeña, para que la pareja retome el camino de la felicidad. Ella, empero, presa de un agudo estado depresivo, rechaza violentamente la resiliente iniciativa del hombre, pues no quiere otro bebé, quiere ese, el que falleció. En el hipotético caso que una pareja de buenos recursos se enterara de que la clonación sería un buen recurso para "recuperar" el bebé fallecido, ¿consideraría o no esa posibilidad?


La oveja Dolly marcó el punto de inflexión cuando los humanos fuimos un poco más allá y decidimos que era hora de clonar seres vivos. El éxito obtenido con el ovino abrió las puertas para continuar la saga de la clonación de perros, que entremezcla ciencia con dinero. Ese romanticismo de que todo hombre es único e irrepetible suena a burla, pues los avances de la ciencia mancomunan esfuerzos con mentes que simbolizan la sempiterna efigie del mal para que, llegada la hora, se le pase factura a millones de animales y a humanos inocentes para cumplir con dichos anhelados objetivos.


Proyectando mi mente hacia un futuro inmediato, tengo la corazonada que la clonación humana estará golpeando nuestras entornadas puertas, solo se necesita una pequeña ráfaga de viento para que se abran de par en par. Lo único que está claro hasta el momento es que -al igual a lo acontecido con la desventurada Laika- en este mundo gobernado por el hombre, el primero que deberá pagar sus desvaríos es el animal salvaje. La historia contemporánea nos enseña que el pasaje de la experimentación en animales al hombre, contabilizada en años, equivale a un simple pestañeo.


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