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Cecil: El Rey León



La célebre película animada -galardonada con un premio Oscar-, El rey León (1994), volvió a la palestra con arrolladora fuerza en 2015. La triste historia del pequeño Simba -debida al asesinato de su padre, Mufasa, a manos de su perverso tío, Scar- se reeditó con la muerte del león Cecil, figura paradigmática del Parque Nacional Hwange, en Zimbabue. La sabiduría popular equiparó inmediatamente a Cecil con Mufasa y a su verdugo, el odontólogo estadounidense Walter Palmer, con el sádico y repulsivo Scar. De esa manera, en cuestión de segundos la opinión pública mundial supo transformar una historia animada en real.


La foto de Cecil con su matador -que desató la ira de todos- fue similar a la que hizo que el rey emérito Juan Carlos de Borbón pidiera disculpas públicamente, cuando se retrató con el elefante al que le había quitado la vida instantes antes. A Palmer se lo ve con una sonrisa pletórica de satisfacción y gallarda altivez por sumar una presea más a su frondoso "palmarés" de persecución y muerte.


Resulta innecesario poner de manifiesto la aversión que siento por estos ciudadanos que se sacan fotos con los animales a los que supieron acribillar a balazos. Pero trato de ponerme en la piel de Palmer, al mostrar este su estado de estupefacción ante el cariz que tomó el resultado de la práctica consuetudinaria de su pasatiempo favorito. Para Palmer, el león abatido era un eslabón más de una cadena interminable de vanas ejecuciones. El valor agregado se lo puso la prensa. Hubo aditamentos especiales que hicieron más "jugosa" la historia, como por ejemplo que Palmer pagó cincuenta mil euros por la cabeza de Cecil. Toda la parafernalia se desató a la usanza de un maremoto que lo cubre todo, y los famosos aprovecharon para abrir sus bocazas en las redes sociales para dejar establecido su simpático (y mediático) rechazo.


De la efervescencia se pasó al arte: el emblemático edificio Empire State de la ciudad de Nueva York se vistió de gala para homenajear a través de su fachada de cristales a las especies en peligro de extinción y muy especialmente, al león Cecil. Los "amantes" de los animales no faltaron a la cita y fueron testigos del "emocionante" espectáculo, perpetuando ese momento mágico y pletórico de colores a través de sus teléfonos móviles. Parece broma del destino que la ciudad que hace culto de las hamburgueserías -denunciada por García Lorca por sus abusos y excesos- se acordara de la existencia de estos por el simple atentado contra un solitario y viejo león. Pero quien amalgamó ambas historias de manera "oficial" fue el artista de Disney, Aarón Blaise -quien supo dibujar al león Mufasa en el cielo-, haciendo un trabajo en Photoshop, en el cual se equiparan los trágicos destinos de Mufasa y Cecil. Profundamente afectado por la suerte de Cecil, su veta artística le llevó a rendirle homenaje de esta manera.

Palmer trató de defenderse ante el generalizado aluvión de ira indómita (omnívoros y vegetarianos por igual), argumentando que todas sus excursiones de cacería se encuentran siempre dentro del marco legal. De más está decir que en él no salen a relucir ni existen sentimientos de empatía con el reino animal. El pasatiempo de coleccionar las cabezas de las víctimas es tan deleznable como el acto de salir a pescar para distenderse o aplastar con el zapato las cucarachas que se atraviesan en plena vía pública. Aunque los tres ejemplos elegidos no se consideran una transgresión a las normas jurídicas, desde el ángulo que se quiera ver son actos reñidos con la moral, pues se mata por placer. La consternación del mundo por el "cruel asesinato" del león es una simple invención humana. No tienen la misma suerte de Cecil miles de víctimas de otras especies, como venados, jabalíes y mulitas, a las cuales nadie recuerda ni menciona. Desde la perspectiva netamente vegana hay una inmoral desproporción entre la muerte de millones de animales "de consumo" respecto de la del afamado Cecil. Al león africano se lo eleva a un plano superior, si lo comparamos con cerdos, pollos, vacas o peces. El mundo calificó a Palmer como un ser despreciable y no fueron pocos los que clamaron para que se le aplicara la ley del Talión al dentista de Minnesota.


A algunas conclusiones se puede arribar a raíz de este comportamiento humano, como por ejemplo, que sabemos separar maravillosamente a los animales que nos brindan belleza y ternura de los que son la materia prima de nuestro consumo cotidiano. A tales efectos, apareció un dibujo en la Web que explica de manera elocuente y eficaz la dualidad de criterios que tenemos respecto del maltrato animal. Sentados a una mesa redonda vestida con un mantel rojo, dialogan dos clases de animales: los domésticos por un lado (un gato y un perro) y los de consumo por otro (una gallina, un toro, un cerdo y una vaca). Los domésticos le cuentan a los de consumo: "...y si alguien nos maltrata, va preso", los de consumo responden: "¡caray, qué envidia!" Parece que el león fallecido tenía más ganas de vivir y de ser libre que los pollos machos recién nacidos en una industria orientada a la producción de huevo, a quienes por haber nacido en el lugar equivocado se los introduce en una pequeña cámara de gas para que dejen de existir en el transcurrir de seis parpadeos, pues mantenerlos con vida no es redituable para los intereses de la empresa.


La otra conclusión -explicada en el párrafo anterior con el ejemplo del dibujo- es que si los animales supieran expresarse, nos dirían que sienten envidia de Cecil por la amplia difusión de su muerte, mientras que las otras pasan totalmente desapercibidas. Esa carencia de voz las hace apropiadas para el consumo humano sin ningún tipo de desasosiego, pues como es sabido: "con la comida no se juega".


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