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Diferentes culturas, los mismos crímenes aberrantes


Como si se tratara de un viaje virtual, el rápido periplo por algunos de los festivales de gula bestial humana nos transporta hasta la lejana y exótica China, más exactamente al de la carne de perro. Considerado en ciertas regiones del país asiático como gran exquisitez, el consumo de este “artículo” es una tradición antigua en la región de Yulin. Para aquellos que nacimos en el mundo occidental resulta estremecedor ver imágenes que hablan de dolor, angustia, soledad y resignación de “nuestros mejores amigos”. Los que tenemos la dicha de tener un can en el hogar poseemos la suficiente capacidad para interpretar sus sentimientos. Confinados en jaulas en donde esperan –al borde de la asfixia– una muerte segura, son faenados y expuestos a la venta en tiendas al aire libre más de diez mil perros todos los años. El choque cultural entre Oriente y Occidente hace que el “mundo moderno” vea esta matanza como un hecho aberrante, por el simple motivo que exhibe a cara descubierta la crudeza de nuestro salvajismo.


Este antagonismo cultural signado por el amor a los perros y su trato indiferente como simple alimento me retrotrae a una experiencia curiosa que tuve cuando era joven. Mientras visitaba un cementerio en el continente asiático, me llamó poderosamente la atención que un sábado a la tarde se hicieran picnics alrededor de la tumba de un ser querido. Se me explicó que las familias echan mucho de menos al integrante que se fue al más allá y de forma simbólica –y práctica también– comparten con él risas, desvelos y proyectos. Anda por allí un cuento en el que un occidental se mofa de un chino que deposita un plato con arroz sobre la tumba de su ser querido. El occidental –amo y señor de la verdad, a su juicio– le va a preguntar con una cuota generosa de sarcasmo: “... quiero imaginar que usted no estará pensando que el difunto va a comer ese plato de arroz, ¿verdad?” El chino habrá de devolverle la gentileza con mucho tacto y sobrada urbanidad: “¿Quién le dice? ¡En el momento que su muerto comience a sentir la fragancia de las flores que usted acaba de dejarle, quizás al mío se le despierte el apetito!”


Los testimonios fotográficos y filmaciones que constatan que en China se comen a los perros fritos o a la parrilla hacen que los internautas occidentales canalicen toda su furia contra los “inhumanos” orientales en las redes sociales. ¡Imagínese los comentarios de los lectores! Frases irreproducibles y desenfreno total para tildarlos –entre otros epítetos descalificadores– de criminales por disfrutar de sus bondades, limitadas al ámbito culinario. El mismo ejercicio de excelsa hipocresía referido para el trato a los delfines de Islas Feroe se repite con el tajante rechazo a las muertes caninas en China. El mundo occidental tiene el tupé de calificar a una rica y milenaria cultura de bárbara y desalmada por el simple hecho de que se come a “nuestro mejor amigo”, cuando en nuestras sociedades se cometen los mismos excesos y actos de brutalidad, pero con otros animales y en forma más que industrializada.

Hace algunos años fui testigo auditivo –y al rato ocular– de un hecho cruel que se dio en la casa lindera a la mía. Una familia de colombianos realizaba los aprontes para celebrar la Nochebuena. Acompañados de música a decibeles estratosféricos y de un manantial de cervezas, preparaban la comida en clima de jolgorio. De repente comenzaron a escucharse unos chirridos espeluznantes que venían acompañados de sendos golpes efectuados mediante un objeto contundente. Yo no entendía qué era lo que estaba sucediendo, mientras Ciruelita, mi perra, no sabía qué hacer con sus expresivas orejas, que giraban como un alocado radar. A la noche me cayó la ficha: el cerdito estaba en una hermosa fuente, bien cocinado, enterito, listo para saciar el hambre de los comensales, y hasta podría decirse que esbozando una sonrisa para la foto. ¿Cómo se puede calificar este acto? ¿En qué mente sana cabe que un pobre cochinito sea sacrificado a martillazos en la cabeza ante la presencia de inocentes niños? Pero no, los perversos mal nacidos son exclusivamente los chinos, que les fascina comer perros.


La pregunta siempre me la formulé: ¿Qué dirán las redes sociales en India sobre el comercio de la carne de vaca y su consumo en el Río de la Plata? ¿Verán con placer esas parrillas repletas de cadáveres con comensales pletóricos de alegría, o experimentarán la misma indignación que nosotros sentimos hacia los chinos? Eso me lleva a inferir que no existen las culturas superiores; el juicio de valor justo es considerarlas diferentes, con sus errores y virtudes, en los que prevalecen usos y valores vernáculos que les proporcionan esas características que las hacen únicas e irrepetibles, como lo son su pasado común, sus tradiciones, su gastronomía, su música y su idioma. Si nos remitimos a la tiranía que los humanos ejercemos dentro del reino animal, califico con exactitud que todas se emparejan negativamente en el ominoso plano de la crueldad superlativa.


Extraído del libro "Fueron felices y comieron perdices" (Alejandro Goldstein)

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