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EL VINO VIEJO, LA MUJER JOVEN...Y LAS FLORES EN EL JARDÍN


¿Qué cultura puede tener la soberbia de considerarse superior a las demás? Los únicos que hicieron el intento fueron los alemanes y la autoproclamación les duró menos de diez años. Los comportamientos culturales de los pueblos tienen un trasfondo histórico que muchas veces resulta ridículo para pueblos ubicados en las antípodas geográficas y mentales. Los rioplatenses –dueños absolutos de la “Viveza Criolla”– tienen el pésimo hábito de descalificar los atributos culturales de las antípodas. Así, los hindúes son unos mugrientos porque comen ratas y los chinos unos hijos de putas por comer perros. Lo que no nos indigna, nos causa repulsión o provoca nuestra burla siempre denigrante y difamatoria.


En cierta ocasión visité un cementerio de un país en el que viví algunos años y me llamó poderosamente la atención que, un sábado a la tarde se hicieran picnics alrededor de la tumba de un ser querido. Se me explicó que las familias echan mucho de menos al integrante que se fue al más allá y en una forma simbólica –y práctica también– comparten con el fallecido risas, desvelos y proyectos. Anda por allí un cuento que un uruguayo se ríe de un chino que deposita un plato con arroz en la tumba de un ser querido. El uruguayo –que cree sabérselas todas– le va a preguntar con cierto sarcasmo:

–Quiero imaginar que usted no va a pensar que el muerto va a comer ese plato de arroz, ¿verdad? El chino le va a devolver la gentileza con mucho tacto y sobrada urbanidad:

–¿Quién le dice? En el momento que su muerto comience a sentir la fragancia de las flores que usted acaba de depositar en su tumba, quizás al mío se le despierte el apetito…


La ridiculez va más allá en el querido Uruguay, pues los ciudadanos –hartos de que los amigos de lo ajeno se roben las ofrendas florales que los compungidos deudos llevan a sus muertos–, optaron por la ridícula y grotesca opción de llevarles plásticos en forma de flores. ¿Si un sueco, un dubaiti o un canadiense –que desconocen que en Uruguay hay mucha pobreza y demasiados avivados– vieran esas mal llamadas flores artificiales, seguramente se van a desternillar de la risa. De saber las razones ocultas, irrumpirán irremediablemente en llanto.


Cuenta la "historia" que el Pocho, en su Montevideo natal, aprovechaba la “zafra” del 2 de noviembre para llenarse los bolsillos de dinero. Ese día se levantaba muy temprano y al primer descuido, robaba una bicicleta para trasladarse rápidamente hacia el Cementerio del Norte. Allí merodeaba el sector de las tumbas y —haciendo alarde de su mojigatería— ofrecía a los acongojados deudos la limpieza de la tumba de su ser querido. Agradecía educadamente la propina recibida y esperaba a que la gente se alejara, para retirar la docena de claveles rojos que los familiares habían depositado sobre el sepulcro, y de esa manera iniciar el ciclo sin fin y poco pulcro de venderle el ramo de flores al florista de la puerta, para que este, a su vez, lo revendiera por enésima vez a los cándidos clientes. Para ponerle el “broche de oro” a una jornada sumamente fructífera, llegaba a la casa con mucho dinero y con la docena de claveles rojos —un poco maltrechos por haber pasado por infinitas manos— para hacer suspirar de emoción a su romántica mujer.

Al mundo occidental le encanta llenarse la panza con muerte y regalar muerte y sufrimiento. Me encantaría saber la opinión de otras culturas –los monjes tibetanos, por ejemplo– respecto al consumo de carnes y un ramo de flores como un bonito presente.


Para nuestra cultura regalar flores es un acto de galantería y de delicadeza exquisita. Está bien visto por todas las clases sociales y siempre se trata de un regalo de muy buen recibo. Las flores están presentes en todo el ciclo vital: cuando nacemos se las regalan a nuestras parturientas madres y cuando morimos a nuestros hijos para que las vean "llenas de vida" en nuestra tumba. Las mujeres suspiran cuando reciben flores y lo hacen bastante seguido: cuando un pretendiente las corteja, cuando se casan, cuando procrean. Hasta el promitente yerno utiliza ese artilugio para cambiar los dictámenes de la naturaleza, tratando de entablar amistad con la suegra –cosa imposible y reñida con la naturaleza–.


Sin prestar demasiada atención, nos la pasamos rodeados de flores: en los cementerios, en los homenajes, en los monumentos, en las gestas deportivas, en la decoración de templos y fiestas de boda, en los ridículos y grotescos ramos que porta la novia al momento de casarse, etc. Dicen que en la edad Media las flores atenuaban la transpiración y los “malos” olores corporales, ¿pero hoy? Hoy seguimos las tradiciones como rebaño, sin auto crítica y tratando de hacer lo que todos hacen.

En lo personal, hace años que no le regalo flores a mi amada esposa. La última vez fue hace muchísimos años, a regañadientes y contra mi voluntad, por supuesto. A mi juicio –lego absoluto en la materia–, le regalé unas flores bonitas. Ella quería rosas, pero salían "un ojo de la cara" para mis menguados ingresos. Cuando llegué a casa y le entregué todo orgulloso el ramo de flores, no voy a decir que las miró con asco, porque no fue así, pero los años de casados me indicaban que algo no andaba bien. Al rato la vi llorando en un rincón –mezcla de desazón y bronca– mientras balbuceaba que lo que había recibido como regalo no eran flores, sino yuyos. Inmediatamente el ofendido pasé a ser yo. ¿Qué derecho le asistía para descalificar mis hermosas flores, llamándolas peyorativamente "yuyos"? Las explicaciones no fueron bien recibidas y a la mañana siguiente cada uno amaneció dándole la espalda al otro, aunque en la misma cama matrimonial. Con el correr de la jornada me explicó, ya sin la pasión ni la vehemencia de la víspera, que lo que yo había escuchado "yuyos", eran en realidad "yerberas". A pesar de haber entendido mal, me espetaba en todo momento: "¡odio las yerberas!" Ese fue el punto de inflexión y nunca más le regalé flores a ella, ni a nadie.


Cuando una persona regala flores, regala muerte. Las flores le traen sufrimiento al padre de la novia. Me cansé de ver en bodas de alto vuelo, arreglos florales costosos, ora en el templo, ora en la fiesta. ¡Despilfarro tonto de dinero, si los hay; plata botada literalmente a la basura!

Es muy difícil ir contra la corriente, más si se trata de un uso que nace con la vida misma. Las artes, los grandes pintores y nuestra cultura milenaria occidental y tremendamente contradictoria, nos introdujo en un mundo en donde compramos muerte en unas tiendas llamadas floristerías y las obsequiamos a nuestras mujeres, llámense amantes, esposas y madres (en ese orden escrupuloso) y la receptora del regalo siempre nos gratificará con una sonrisa. Insistiendo que soy lego en la materia, me imagino que las yerberas son para la esposa y las rosas para la amante de turno. La gran mayoría verán en esto un tema baladí, pero se establece el oxímoron de que le regalamos muerte a una parturienta que le acaba de regalar una vida y una esperanza al mundo.


¿No habrá llegado la hora de dejar de ser culturalmente gregarios y desempolvarnos de ese hábito ruin, para plantearnos seriamente que regalando flores estamos atentando directamente contra el respeto a la vida?

Una persona domina bien una lengua cuando tiene un conocimiento cabal de su refranero popular. La ciencia que estudia estos enunciados es la paremiología. Toda la idiosincrasia de un pueblo, su cultura, su arte, su estilo de vida, su gastronomía, quedan reflejados en esas huellas del saber popular como verdaderas lecciones de vida encerradas en una sola frase. Hay uno, a mi juicio, inconcluso, y aprovechando estas reflexiones voy a darle SU merecido cierre: “el vino viejo, la mujer joven y las flores en el jardín”.

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