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Retornar a la normalidad


El mundo que construimos a su “imagen y semejanza” nos llevó a convivir -sin ningún tipo de remordimiento- con horrendas mentiras. Esa “maravillosa” disonancia cognitiva–que se crea, pule y nutre desde la más tierna infancia- nos enseñó que un trozo de cadáver en nuestro plato es un regalo de Dios y no una santa criatura ejecutada por simple capricho. Los exégetas contribuyeron para que ese pérfido adoctrinamiento sea total y absoluto, pues cuando despedazamos con nuestros “caninos” esos restos mortales, estamos “elevando” a dicha criatura. Por supuesto que aquellos que están en la vereda de enfrente, los veganos, lo único que ven, es la elevación de los jugos gástricos de la especie humana -que producen una acidez insoportable y que se calman solamente con el “mágico” Nexium-.


Con la peste que nos está “azotando”, queda muy bonito y políticamente correctísimo que todos tengamos el tupé, el descaro de abrir nuestras bocazas de que tenemos que implementar un cambio, que algo rematadamente mal estamos haciendo, pero por otro lado, surge la incongruente necesidad de “retornar a la normalidad”. ¿Cuál es la normalidad? –yo me pregunto-, ¿vivir cómo vivíamos hace dos meses? ¿Eso es realmente lo que queremos?


La peste no nos está azotando; nos está enseñando de que Guernica, Lídice, Treblinka, Chernobil, Jasenovac, Hiroshima y todos los millones de mataderos de animales fueron demasiado para un siglo. Las consecuencias las vemos hoy porque en lugar de aplicar un cambio diametral, nuestra contumacia nos hace avanzar hacia el abismo. ¿Tan difícil de entender es que hasta acá hemos llegado por nuestra propia impericia?


La vida salvaje se construye sobre el principio de que los fuertes se comen a los débiles. Cuando la televisión nos presenta la vida salvaje, nuestro anhelo primordial es que la oveja pueda escapar de las fauces del lobo: si lo logra todos estaremos felices, pero si el depredador cumple con su rol, nos sentiremos tristes y decepcionados. No es de nuestra incumbencia que el ecosistema está basado en este pilar desde hace millones de años.


La naturaleza no es milagrosa ni mágica, sino sabia y lógica, y por tanto, advierte cuando la enfermedad nos está afectando. Si dejáramos que el orden cósmico actuara sin nuestra nefasta intromisión, los resultados serían maravillosos. El problema radica en que no solamente no le damos esa oportunidad, sino que lo avasallamos con furia. Todo lo adaptamos a nuestro contexto, a nuestra "conveniencia", y debido a esa manera obtusa de tomar decisiones desacertadas, sentenciamos a la oveja como "buena" y al lobo como "malo". Impartiendo esa irracional justicia, cometemos errores imperdonables, que llevan a que la existencia del planeta tenga fecha de caducidad.


El ejemplo del Parque Nacional Yellowstone, en los Estados Unidos, es el arquetipo de una pésima decisión que pudo ser enmendada a tiempo. Durante los años veinte del siglo pasado, la injerencia humana hizo que desaparecieran los lobos del emblemático parque. El argumento de que hacían peligrar tanto la agricultura como la ganadería fue por demás contundente para que nadie estuviera en desacuerdo con la decisión -que los años se encargarían de calificarla como desafortunada-. Su prolongada ausencia tuvo efectos devastadores que pudieron ser subsanados con la reintroducción de solamente treinta ejemplares, a partir del año 1994. La tarea que hicieron en poco tiempo fue tan formidable como asombrosa: devolver la salud a una geografía erosionada.


Ese dilatado "destierro" hizo que se superpoblara de ciervos, responsables directos de la desolación del reino vegetal de aquella geografía. Además de que su número se multiplicó enormemente, tuvieron acceso a lugares que antes les eran prohibidos. Con el retorno del lobo una serie de fenómenos muy interesantes impactaron positivamente sobre el parque: el número de ciervos disminuyó notablemente. El miedo les hizo modificar sus hábitos, por lo que dejaron de frecuentar las zonas de mayor visibilidad, retirándose a parajes más remotos. La consecuencia inmediata fue la regeneración de sauces, álamos y bosques y con ellos, el retorno de diversas especies, como castores, cuervos, urracas y otras aves rapaces, además de la biodiversidad fluvial.


La historia de Yellowstone, nos brinda la moraleja de que los depredadores son nuestros aliados, y debemos aprender a convivir con ellos. Este mundo que nos fue entregado para cuidarlo y amarlo, lo convertimos en una verdadera cloaca en donde las especies van desapareciendo en progresión geométrica, mientras los humanos seguimos rindiendo pleitesías a los descubrimientos premiados por la Fundación Nobel, meros y tristes paliativos a la devastación que estamos obsequiándole.


Los grandes dignatarios realizan congresos grandilocuentes, pero ¿qué credibilidad se les puede dar si ninguno de ellos es capaz de cambiar los hábitos con los que fueron educados?


Hasta el hartazgo han aparecido en la Web cientos de vídeos en los cuales los animales salvajes reconquistan el lugar que alguna vez les perteneció -y que el mayor depredador del planeta se apropió esgrimiendo su cualidad más ancestral: la violencia-. Las imágenes van acompañadas de palabras bonitas, de hueca poesía de un mundo que no queremos y despreciamos. ¿Qué queremos los humanos? Queremos camiones repletos de carne, de lácteos, de peces muertos; queremos “producción”, “progreso”. Lo real y concreto es que no se puede estar en ambas márgenes de la ribera; estás aquí o allá. ¡Si amas a los animales, no te los comes!


Los titiriteros tratan de convencer a sus serviles marionetas que está naciendo una “nueva realidad”. Tendremos que lavarnos las manos y los cojones diecisiete veces por día y deberemos aprender cuanto antes a comer con los barbijos en la boca. Creo que esta es una solución a corto plazo –que va en consonancia con nuestra estrechez mental-. La gente ansía volver a lo mismo de antes, simplemente porque el árbol no les permite ver el bosque; no conoce otra cosa. A eso se le llama ignorancia.


La carrera que nos preocupó hasta ayer fue la armamentística, ahora apareció una nueva: ¿quién será la primera "gran nación" en descubrir la vacuna contra el Covid-19 que "salve" a la humanidad? Los gobiernos de las grandes potencias, aún no han entendido que la única vacuna que hay que inventar es aquella que reconstruya el cerebro dañado de la nuestra especie. Los veganos tratamos de concienciar, pero, ¡qué va! ¡No existe la fórmula! Así como los jugos gástricos después de comer cadáveres se van inexorablemente hasta la garganta, el excremento invadió nuestro cerebro. No es posible tratar de cambiar el razonamiento de la gente por medio de la palabra, pues miles de años de involución nos han llevado a este estrepitoso fracaso. ¿Será que la ciencia podrá inventar la vacuna que nos extirpe la mierda que alguien alojó en nuestro cerebro hace miles de años?




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