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Los héroes de historietas también enseñan que abusar de los animales es aceptado por la moral y las


Si hay alguien que se metió en camisa de once varas, ese es el vegano. La lucha del Quijote contra los molinos de viento "es un poroto" -apelando a la expresión coloquial rioplatense- al lado de la entelequia de tratar de cambiar ciertos usos más antiguos que la mentira.


Por esta razón los veganos son fuertemente rechazados y ridiculizados por el grueso de la sociedad. La razón obedece a que estos "rebeldes" anteponen el respeto a los animales a cualquier disciplina humana, llámese deporte, cultura, política -lo que los transforma en “extremistas” y sitúa en la misma línea que cualquier grupo terrorista-.

En las cuestiones más simples de la vida el vegano siempre tendrá un punto de vista diametralmente diferente, y eso genera antipatía, rechazo. Hace unos días, recibimos en mi casa a un matrimonio con su pequeño hijo y al ver un paquete de pañales desechables, inmediatamente se montó sobre el mismo y -a la usanza de un jinete sobre su caballo- comenzó a galopar -golpeando el paquete con su mano-. Un dato importante es que ese niño no superaba los dieciocho meses de edad. Para todos los presentes fue un acto divertido; para el vegano, una tragedia. Lo dramático es que la supremacía humana comienza a gestarse apenas el bebé abre los ojos al mundo y cuando cumple dos años, ya es un veterano en las lides de someter a todas las criaturas del reino. Así como él, el resto de los niños, aprende que la pesca es un deporte, que está bien pisar una cucaracha -tanto en la casa como en la vía pública- y que es normal gritar de manera histérica si un ratón les pasa por delante.


La sociedad nos imponen dogmas, rígidas normas de convivencia que hacen que seamos esclavos desde el momento que nos levantamos, hasta que el cansancio nos domina a la noche. ¡Hay que reposar, pues mañana nuevamente el ciclo sin fin continúa!


Yo siempre me pregunto: ¿en algún momento llegará la rebeldía? La mayoría de la gente carece de esa cualidad y pasa por la vida complaciendo a los demás. De niño te enseñan a comportarte bien, a creer en Dios, a hacer la tarea, a ser ordenado, pulcro, a comer cadáveres, etc. Son un montón de reglas que hay que seguir a rajatabla, pues sino viene el destierro, el ostracismo –al cual todo el mundo le tiene pánico-. La referida supremacía humana y su profunda estupidez mental va contaminando la pureza del niño, su esencia vegana natural. Estos pequeños vulnerables “a los que por su bien hay que domesticar” –parafraseando al poeta catalán Joan Manuel Serrat-, actúan de acuerdo a lo que sienten, pero esa naturaleza es más efímera que la vida de una flor.


La “suciedad”, desde tiempos inmemoriales, nos viene machacando el cerebro con “verdades absolutas” que trasmitiremos –como Dios manda- a nuestros hijos y resulta harto difícil desafiar esos conceptos rígidos e inamovibles. Esa especie de herejía, de afrenta contra ese statu quo, provocará que nos estrellemos contra el muro cultural que impedirá con todas sus fuerzas que logremos ser libres pensadores -aunque estemos convencidos de que sí lo somos-. La agresiva publicidad y la indomable sociedad de consumo mancomunarán esfuerzos para que no podamos romper las cadenas de la esclavitud.


El trato que le dispensamos a los animales es señal inequívoca que esta cultura del agravio, la humillación y el maltrato a nuestros hermanos terrícolas no es innata, sino adquirida. Esa cautividad mental nos acompañará toda la vida, a menos que suceda aquel milagro, aquel destello de lucidez que nos ilumine y nos permita salir de la eterna hibernación.



Los únicos que se revelan al bloqueo intelectual que sufrimos los adultos son los niños. Abundan en Internet vídeos de pequeños que no quieren comer carne y lloran desconsoladamente cuando su padre está próximo a “sacrificar” un animal. Su padre -como tiene su cerebro saturado de estiércol- en lugar de tener una postura empática con el sufrimiento de su hijo por el inminente asesinato del amigo de este, reaccionará con carcajadas estentóreas con el único objetivo de ridiculizar una genuina y loable actitud altruista.


Nuestra vida es delineada y esculpida por la educación que nos brindan nuestros padres y maestros. Nacemos puros, sin contaminantes de ningún tipo, y de a poco, a fuego lento, nuestros mayores irán moldeando y perfeccionando esa capacidad para odiar, segregar y temer que tanto nos caracteriza. Entramos a la adultez con problemas insolubles y preconceptos arraigados de decenas de generaciones anteriores que dan por tierra la mínima capacidad de autocrítica. A medida que crecemos, el arte de amar se desvanece, e incrementa el menosprecio, el egoísmo y el desdén.


A la disciplina que explora las razones por las cuales una persona se contagia de una comunidad y repite los actos de esta, se la conoce como “psicología de masas”. Esa influencia colectiva eclipsa la personalidad individual, le quita autonomía y la subordina a una decisión grupal. El comportamiento social de dejarse afectar por un determinado grupo humano provoca que la persona ceda ante la fuerza dominante del colectivo. Ejerce el mismo poder de succión de una tromba cuando se lleva por delante y atrae como un imán todos los elementos que aparecen en su camino. A tal punto llega el grado de sumisión que el individuo no se plantea si el nuevo hábito está reñido con la ética y la decencia: lo hace y punto. Esa especie de hipnosis que padecemos por iniciativas grupales ajenas se ve en todas las manifestaciones humanas, pero muy especialmente en lo que consumimos.


Por lo establecido en el párrafo anterior no sería descabellado que aquel niño que solía dormir la siesta con su amiga vaca, pocos años después enseñe en redes sociales el pez o el alce que cazó con su arma de pescar o su rifle. Papá le enseñará que es de machos comer carne y mamá que ser sensible lo hará muy desdichado. El veganismo no es una opción intelectual para los más chicos, pues sus argumentos serán destrozados por sus mayores y objeto de burla de sus congéneres. ¿Llegará el día en que ese niño –ya adulto- pueda volver a las fuentes?


Los grilletes culturales que mantenían mi cerebro cautivo en asuntos banales hicieron un gran trabajo ocultándome la verdadera esencia de las cosas. Pero como suele ocurrir, de repente esa "cadena" manifestó cierto desperfecto y, sumado a un destello de lucidez de mi parte, fue que logré esa liberación y ese cambio radical de vida.


La gente suele formularme la ridícula pregunta de cuándo me hice vegano –como si se tratara de algo reñido con la naturaleza humana- y mi respuesta es siempre la misma: “nací vegano, pero mi madre primero, mis héroes de las caricaturas luego y toda la humanidad finalmente, transformaron mi naturaleza en carnívora”.


















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