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“Ya estoy viejo, no puedo cambiar ahora”


Decía Mahatma Gandhi: “mucha gente, especialmente la ignorante, desea castigarte por decir la verdad, por ser correcto, por ser tú. Nunca te disculpes por ser correcto, o por estar años por delante de tu tiempo. Si estás en lo cierto y lo sabes, que hable tu razón. Incluso si eres una minoría de uno solo, la verdad sigue siendo la verdad.”


Mientras trato de pregonar con tenaz persistencia que “el cambio es lo permanente y este se debe asumir con responsabilidad y alegría”, nos encontramos en un mundo en el que los humanos en lugar de construir puentes, levantamos barricadas, para seguir viviendo con atmósferas viciadas, en lugar de abrir ventanas y celosías para que un aire nuevo entre a purificarlas. Alguien dijo alguna vez que los cambios traen aparejadas incomodidades y por eso razón la gente le escapa a ellos. Personas que viven en el mismo país toda la vida, en la misma casa toda la vida, en el mismo empleo toda la vida, comiendo lo mismo toda la vida -a pesar de tener conocimiento cabal que esa comida los estará llevando a la tumba antes de lo previsto-. Se prioriza la vida tranquila, aburrida y monótona, en lugar de la que generaría la “conmoción” del cambio. Se trata de llevar una vida lineal, sin altibajos y de elegir el lugar en el que encontraremos descanso eterno. Preferimos una vida digitada sin sobresaltos y no aquellas que nos puedan sorprender. Un amigo se quejaba hace tiempo que con el salario que devengaba por mes debía cubrir el presupuesto familiar del mes. Por una razón u otra, ese presupuesto se veía alterado por ciertos “imponderables”. “Siempre pasa algo y el dinero nunca me alcanza”. “¡Es la vida!” –le respondí. Si estamos vivos nuestra gráfica será con altos y bajos, al igual que un electrocardiograma. Si la gráfica es lineal, será la señal inequívoca de que estamos muertos.


Lo peor que le puede pasar a una sociedad es el estatismo, y eso lo genera la pereza mental, aquella pusilanimidad que impide asumir riesgos, desafíos y prioriza con placer el arte de la holgazanería, la dejadez, la apatía.


Los optimistas suelen extraer cosas positivas de acontecimientos trágicos y eso es lo que me sucedió las últimas semanas.


Hace unos cuantos años incorporé a mi vida la saludable rutina de practicar ciclismo a temprana horas. Me levanto a las 3:00 de la madrugada y regreso a mi casa a las 5:30 para “iniciar” el día. Ahí se levanta el primer muro mental de la sociedad estática y carente de escrúpulos para denostar a aquel que hurga senderos nuevos: “¿eres loco?”, “¿no tienes nada qué hacer?” También aparecen los comentarios mediocres que tratan de ensalzar al protagonista de la “proeza”: “admiro tu fuerza de voluntad”. Difícil trasmitir a un mundo miope que esa iniciativa no viene acompañada de ningún esfuerzo, sino todo lo contrario y que ni siquiera necesita de un reloj despertador; con el biológico alcanza y sobra.


Pues bien, el que camina, el que viaja en un automóvil, el que se sube a un avión y el que se monta a una bicicleta, asume riesgos. Permanente se pone en la balanza cada decisión que uno toma. Todo en la vida tiene pros y contras. Hace tres semanas tuve un importante accidente con la bicicleta con saldo negativo a nivel físico: fractura de omoplato, laceraciones en todo el cuerpo y la primera pérdida de conocimiento a los cincuenta y cinco años, producto del fuerte impacto. No recuerdo absolutamente nada de lo que pasó, pero en cuanto llegué al hospital y el médico dijo que tenía que mantener reposo cuarenta y cinco días, en ese preciso instante comenzó la cuenta regresiva para retornar a esa preciada y no negociable rutina. Concomitantemente se levantó la segunda barricada mental de la gente que me rodea: “ahora te tienes que cuidar, ya no eres un niño, podrías ir considerando la posibilidad de dejar la bicicleta y comenzar a caminar a los efectos de evitar riesgos”. Una estrechez mental a nivel de comentarios que podría minar el espíritu positivo de cualquier emprendedor.


Otra de las ilógicas actitudes de un servidor para este mundo carente de lógica es la de no recurrir a fármacos para sobrellevar los dolores. Absolutamente incomprensible para una sociedad que nos obligó a forjar en nuestras mentes que las medicinas son nuestro fiel compañero, nuestro gran aliado para tener una vida digna. De esa manera nos hemos acostumbrado a tomar remedios para dormir, para cagar, para hacer el amor, para bajar la fiebre, para la obesidad, para los reflujos, para las diarreas, para los vómitos, para la ansiedad, para el resfriado, para el colesterol, para la diabetes, para… En lugar de encontrar las respuestas con cambios de hábitos saludables, las encontramos en fármacos que lo único que hacen es empobrecer nuestra calidad de vida y nuestros bolsillos y que nos generan una adicción incontrolable similar a las de un drogadicto. La dependencia mental es tan atroz que si uno les plateara que por una semana dejaran las pastillas para dormir, a los efectos de ver cuáles son los resultados, el loco sería uno y no ellos: “¿qué quieres, que me muera?”


Los humanos a estas alturas tenemos problemas graves, insolubles y estamos hartos de estar hartos, por eso siempre damos pasos cortos, no sea cosa que perdamos el equilibrio y la perspectiva. El documento de identidad nos señala la inexorabilidad del paso del tiempo y que debemos respetar la edad que tenemos. “Cada cosa en su lugar y cada uno debe hacer cosas apropiadas a su edad”, sería la consigna. El cambio no está contemplado y está penado por el poder judicial de nuestros días: las redes sociales. Estas no permiten la innovación. El mundo ya está digitado de antemano y debemos hacer lo que hace todo el mundo.

Si la continuidad de la práctica del ciclismo luego de dos terribles accidentes se pone en discusión, ¿qué dejamos para una persona que después de cumplir cuarenta años abraza el veganismo con pasión? Platón lo asumió con brillante maestría en su Alegoría de las Cavernas.


Un ejemplo cabal de toda esta calamidad mental, la veo reflejada en adultos mayores, a los que admiro, quiero y respeto profundamente. Como tenemos una relación franca y abierta, me dicen sin rodeos que están de acuerdo con la totalidad de mis principios y argumentos, pero que a ellos les cuesta incorporarlos a su vida, pues ya están “viejos”.


Lo único cierto en esta vida es que sobre nuestros hombros tenemos una formidable cabeza que alberga a la máquina más fantástica de la creación: el cerebro humano. Cada pensamiento negativo se revierte con uno positivo y eso no se logra de un día para otro, sino entrenando permanente la materia gris oxidada y asfixiada por una sociedad sin identidad propia.


No por casualidad Buda decía: “te conviertes en lo que piensas. Atraes aquello que sientes. Creas aquello que imaginas”.


No todo es como te lo cuentan. No le permitas a nadie que dinamite tus pensamientos.



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