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McNuggetear: cuando el veneno se transforma en irresistible pasión


Hace unas semanas promocioné mi libro “Fueron felices y comieron perdices” con el siguiente texto: en este libro encontrarás todas las respuestas acerca de por qué tienes el cerebro saturado de estiércol. Después de leerlo tomarás conciencia de que alguien alimenta permanentemente tu parálisis cerebral y busca con empeño que continúes en ese estado vegetativo -que brinda alegría a unos pocos y llena de dolor a un mundo al borde del precipicio-.”


Por lo general cuando uno escribe acerca de las verdades absolutas inherentes al veganismo, el silencio sepulcral se apodera hasta del más osado polemista. No hay reacciones y es entendible porque el tema molesta profundamente, pues “la comida es la comida, y con la comida no se juega”.


Pues bien, para mi gran sorpresa, la forma “ruda” con la que promocioné el libro, supo ofender a mucha gente dotada de exquisita “sensibilidad”. Los comentarios no se hicieron esperar: “cada uno elige qué y cuánto comer”, “las plantas también sienten”. Ante el embate de las molestas “hordas veganas” -que quieren llevarse por delante un milenario statu quo salpicado de violencia y desigualdad-, brotan como agua de manantial, borbotones de pensamientos que hacen las veces de escudo protector de aquellos que fueron enseñados a alimentarse de animales en avanzado estado de descomposición -pero que saben como nadie pasarse con estilo la servilleta de tela por los labios-.


El actor James Cromwell -quien dio un giro a su vida después de protagonizar el filme Babe, transformándose en vegetariano estricto- expresó lo siguiente: “si usted siente que hay una necesidad urgente de que la gente entienda la cultura en la que vive, y su costo con respecto de otros seres vivos, entonces usted necesita sacudirlos. ¡Tiene que mostrarles las cosas que no quieren ver porque siento que un enfoque más sutil no es eficaz!


Transitando las calles de la ciudad de Panamá, me topé con un “consejo” de una exitosa cadena de comida rápida. Muchas e inmediatas fueron las conclusiones a las que llegué.


¿Cuál es el común denominador de todas las pautas publicitarias? Los niños. Todo apunta hacia los más pequeños, los grandes consumidores del mañana. Algún día se transformarán en adultos y cuando lleguen a esa etapa de la vida, su “disco duro” estará fuera de servicio. La consigna es mantenerlos cautivos desde su más tierna infancia. Cuando el niño está inmerso en un mundo signado por el fraude, tomará la mentira por verdad y su intelecto no le permitirá otra alternativa que sucumbir ante los “encantos” de estos venenos camuflados.


Pero también es verdad que la única esperanza que tiene el mundo de reverdecer de sus cenizas es a través de esos mismos pequeños. Todavía son recuperables a cierta edad y no son pocos los testimonios que nos muestran su empatía hacia al reino animal, mientras que el resto de la humanidad se mantiene impávido y hasta disfruta con emoción de la muerte de seres indefensos. La única manera de combatir esta trama y este mito es encontrando inspiración en una máxima de Cicerón: “como nada es más hermoso que conocer la verdad, nada es más vergonzoso que aprobar la mentira y tomarla por verdad”.


Esa imprescindible conexión que los veganos tratan de establecer con la naturaleza, con su sano equilibrio y la salud del planeta, va a ser avasallada por un mundo que no entiende (ni quiere entender), gracias al gran trabajo de los soberanos del mundo, los grandes capitales. Yo cuento con un libro de mi autoría y algún que otro artículo semanal; los grandes capitales son omnipresentes: radio, televisión, cine, internet, prensa, etc. Es una lucha casi imposible y desigual, algo así como nadar contra la corriente. Aunque David derrotó a Goliat una sola vez, rescatar a un individuo de esa prisión intelectual es para los veganos un premio inconmensurable y una felicidad que nos hace alcanzar el mismo nirvana.


Yo grafico el loable movimiento vegano como una simple bicicleta empujada por el aliento de cuatro o cinco “lunáticos” que se da de frente con un tren bala a trescientos kilómetros por hora, empujado por la historia, la sociedad de consumo y los grandes capitales. La moraleja vegana es: “no hay peor gestión que la que no se hace” y “aquí estaremos siempre para mostrar lo que a la gente no le dejan ver”.


Paralizado e impotente quedé cuando vi el aviso publicitario: “esto es McNuggetear”. Un verdadero capolavoro de un grupo de profesionales universitarios abocados a manipular el maleable cerebro de las masas.


El “McNuggetar” va acompañado de “irresistibles” salsas. Color y sabor se funden en un aviso publicitario que hace que corramos al restaurante más próximo para que hagamos realidad ese frenesí de que la salsa y las nuggets chorreen por nuestras mejillas.


¿Cómo hago yo para explicar a los niños de dónde provienen sus “irresistibles” nuggets? ¿Alguno de ellos darán crédito a mis “desvaríos”?



A pesar de las frustraciones consabidas de que la gente hace oídos sordos, el vegano siempre estará allí para luchar contra esos “molinos de viento” construidos sobre la base de cimientos conformados por la violencia extrema y la desidia, que nos mantiene maniatados en un mundo cloacal, sumergido en una exuberante contaminación y en serio riesgo de desaparecer, tratando de enjuagar los cerebros manipulados y contaminados de nuestras madres y nuestras abuelas. No por casualidad mi página web esenciavegana.com está encabezada por la siguiente reflexión personal: "De acuerdo con mi óptica, toda publicidad relacionada con artículos de origen animal es repugnante. El objetivo -cien por ciento logrado- es esconder y disfrazar tanto la muerte como el martirio. Con dolor en el alma tengo que reconocer que son maestros en su arte, pues son capaces de convencernos de que el jamón ahumado comienza a crecer en los árboles cuando llega la primavera".

https://www.youtube.com/watch?v=r-gIQEml2c8

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