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Mar de sangre



Dentro de dos días se conmemora un nuevo aniversario del ataque terrorista perpetrado contra la embajada de Israel en Buenos Aires. Pasaron veintisiete años. Los asesinados fueron veintidós. Ayer enterraron en un pueblo tranquilo en las afueras de Sao Paulo –cuyo nombre, Suzano, escuché por primera vez en mi vida- dos “locos” ejecutaron a estudiantes adolescentes de una escuela. Las víctimas fueron diez. Hoy, la tragedia se traslada a otro país supuestamente apacible, conocido por su fruta insigne, el kiwi, y por la danza de los All Blacks, que cautiva a todos, el Haka. Los muertos, por ahora, superan las cincuenta almas. Números, estadísticas de un mundo signado por la frialdad de espíritu, ya sea en las masacres como en los negocios. Alguna vez un viejo zorro en temas comerciales con el que hablé, definió de manera elocuente las transacciones entre los humanos: “si el negocio beneficia a ambas partes, no es negocio”. La moraleja es que nuestra naturaleza humana no concibe otro principio de que una de las partes siempre tiene que salir perjudicada.

Como el mundo es uno solo, nadie está libre de volar en pedazos en cualquier momento y en cualquier lugar. Ayer fueron judíos, hoy les toca a los musulmanes. ¿Qué pasará mañana? La respuesta a esta escalofriante interrogante la responden con ligereza aquellos quienes creen que estamos gobernados por una divinidad: “Dios dirá”.


Decía el poeta Joan Manuel Serrat: “escapad gente tierna que esta Tierra está enferma, y no esperes mañana lo que no te dio ayer, que no hay nada qué hacer”. Me tomo la licencia de encabezar la palabra tierra con mayúscula, porque el flagelo de la violencia azota a todo el planeta en su conjunto. No por casualidad empiezan a planearse las excursiones al espacio. Parecería que ya no quedaran atractivos en la Tierra, que hay que salir a “airearse” al espacio. Evidentemente la explicación a estos nuevos destinos tiene que encontrarse en que nuestro aire terrenal se ha tornado irrespirable, ya por la contaminación, ya por la furia y la agresividad de su especie “superior”.


Los ciudadanos latinoamericanos desde que salen a la calle toman medidas de seguridad para que no los despojen de sus pertenencias. Así los hombres y mujeres uruguayos andan con unas pequeñas bolsas de tela con cierre metálico que se ajusta a la cintura y generalmente van por dentro del pantalón o la falda. Evidentemente se sienten más seguros optando por este artilugio. Resulta anti higiénico que los billetes huelan a prendas íntimas, pero el instinto de conservación es más fuerte. El mes pasado visite la Ciudad de Guatemala y me llamó la atención de que todos los automóviles particulares tienen vidrios espejados. La idea es que los “moto chorros” –como se bautizó en argentina al dúo de maleantes que se desplazan en motos por las ciudades- no sepan con qué se pueden encontrar si rompen el cristal de un carro. Se trata de dos casos típicos de mecanismos de defensa, para burlar la atención del asesino, del ladrón, del delincuente.


Se da una situación rara con la humanidad, contradictoria diría yo. Por un lado se palpa el hartazgo de las sociedades ultrajadas, hastiadas de vivir con el flagelo de la inseguridad, y por otro, la enfermiza avidez -que perfectamente se podría definir como fascinación- de consumir todo lo relativo a la violencia. Algo no funciona bien en nuestro cerebro; no se puede entender cómo si nos afecta tanto la violencia, todo nuestro esparcimiento, todas nuestras series televisivas estén basadas en ella.


Edgar Kupfer-Koberwitz, prisionero del campo de concentración nazi de Dachau, quien vivió en carne propia el trauma del sufrimiento y la muerte, al finalizar la guerra recuperó un diario de su autoría -que había enterrado con la esperanza de poder recogerlo algún día- en el que volcó sus vivencias en el infierno. Testigo de la crueldad más pura, su experiencia en el campo de concentración le abrió los ojos y le impulsó a enseñar el siguiente concepto: “yo creo que los hombres continuarán matándose y torturándose los unos a los otros mientras maten y torturen a los animales. También habrá guerras porque hay que entrenar y perfeccionar la matanza en objetos más pequeños, moralmente y técnicamente”.


Usted se preguntará: ¿Qué tiene qué ver lo que pasó hoy en Nueva Zelanda con los animales? Las respuestas son siempre las mismas: 1) todo tiene qué ver con todo y, 2) los veganos ven absolutamente todo desde su perspectiva. Kupfer decía también: “me niego a comer animales porque no puedo alimentarme del sufrimiento y la muerte de otras criaturas. Me niego a hacerlo, porque yo mismo sufrí de una forma tan dolorosa que puedo sentir el dolor de otros al recordar mis propios sufrimientos. ¿No es sencillamente algo natural, el que yo no inflija en otras criaturas aquello que, espero y temo, nunca será infligido en mí? ¿No sería muy injusto hacer tales cosas sin otro propósito que el de gozar de un frívolo placer físico a costa del sufrimiento de otros, de la muerte de otros?


Al título de esta nota había que ponerle una foto, ¿qué mejor que las matanzas de delfines en las Islas Feroe? Desde mi óptica personal, una niña masticando un trozo de carne vacuna es el prototipo de la violencia explícita; no la quise poner para no generar polémica -aunque sea una vez en la vida-. Esa banalidad del mal que no vemos, con la que vivimos apaciblemente –valga el oxímoron- es la que nos está matando y asfixiando al planeta.


La verdadera paz, la real panacea habremos de encontrarla retornando a nuestras fuentes veganas. Suena a soberbio este comentario, ¿verdad? Pues estoy absolutamente convencido de ello, y para reforzar mi pensamiento, traigo a colación una carta anónima encontrada en un campo de exterminio nazi con un claro mensaje para los educadores: “Estimado Maestro, yo soy un sobreviviente de un campo de concentración. Mis ojos vieron lo que ningún hombre debió ver: las cámaras de gas construidas por ingenieros capacitados, los niños envenenados por licenciados en medicina, los recién nacidos, muertos por enfermeras entrenadas, las mujeres y los bebés disparados y quemados por graduados de colegios y universidades. Así que tengo mis sospechas sobre la educación. Mi petición es: ayude a sus estudiantes a ser humanos. Sus esfuerzos nunca deben producir monstruos expertos o entrenados psicópatas. Saber lectura, escritura y aritmética solamente serán importantes si hacen de nuestros hijos más humanos”.


La historia y nuestro convulsionado presente avalan mi forma de pensar. Sin olvidarme que el mal llamado pesimista es el optimista mejor informado, me surge otra inquietante pregunta: si las próximas guerras serán por el agua y habida cuenta que los ríos estarán contaminados por la sangre humana, ¿la ciencia podrá “desangrentar” el agua, así como logró desalinizar los mares?




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