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"Amarás a tu prójimo como a ti mismo"


La exégesis nos impuso como dogma y regla básica de coexistencia el célebre y ponderado postulado "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", cuya ligera interpretación podría ser: "no le hagas a otro lo que no te gustaría que te hicieran a ti". Ambos conceptos, sumados a algunos de los diez imperativos que Dios aplicó al pueblo judío para regular la interacción del hombre, a saber: "no matarás, no cometerás actos impuros, no robarás, no darás falsos testimonios, no consentirás pensamientos ni deseos impuros y no codiciarás los bienes ajenos", debieron haber sido el punto de partida, los sólidos cimientos para que el abecé de la vida (amistad, bondad, caridad) se centrara en el tenaz y perseverante anhelo que los humanos nos rijamos por los armoniosos nexos del amor y la paz. En otras palabras, con este altruismo propugnado por tan hermosos enunciados, lo que nos enseñaron a creer que será el paraíso, deberíamos experimentarlo en nuestro breve pasaje por la vida terrenal.


Así como la música y la letra necesitan de una fuerza inspiradora que las una para que juntas continúen el camino de la canción, la fuerza divina -para aquellos dotados de fe- hizo supuestamente todos los esfuerzos y estableció las partituras de esa sintonía de amor y paz. Sus siervos interpretaron esa letra a su albedrío y antojo y obtuvieron como resultado la disonancia del estruendo de los cañones, acompasados con los aullidos de muerte. Quizás desde los albores mismos de la experiencia humana el sendero de la convivencia y la paz se bifurcó; la palabra de Dios trató de encauzarlo hacia la misma dirección, pero lo único que logró son las terribles tinieblas de sangre que salpican y tiñen la epopeya del hombre en la Tierra.


La experiencia cotidiana nos enseña que lejos de amarnos, nos fascina la discriminación. No podemos calificar esta peculiaridad como innata, pues nacemos puros, sin contaminantes de ningún tipo, y de a poco, a fuego lento, nuestros padres primero y nuestros maestros después, van moldeando y perfeccionando nuestra capacidad para odiar, segregar y temer. Entramos a la adultez con problemas insolubles y preconceptos arraigados de decenas de generaciones anteriores que dan por tierra la mínima capacidad de autocrítica. A medida que crecemos, el arte de amar se desvanece, e incrementa el menosprecio, el egoísmo y el desdén. ¡Qué curioso que las esporádicas voces que luchan contra la intolerancia, el odio racial, la opresión y la esclavitud son sofocadas de forma violenta! No por casualidad el lenguaje de las balas y la razón de la fuerza se llevaron -muy temprano- de este mundo a gente valiosa que pensaba diferente. Este mundo estructurado no permite raras avis como Abraham Lincoln, M. Luther King y Mahatma Gandhi.


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Inmediatamente que me llegó la foto de portada hice un paralelismo entre el perro y el humano, basándome en una experiencia personal. La vida nos lleva por diferentes caminos y sin planificarlo, terminamos viviendo y criando a nuestros hijos en geografías que están en las antípodas de nuestra manera de interpretar el mundo. A poco de vivir en un país nuevo, comencé a frecuentar un "club de fans" -con cuyos integrantes tengo muchas cosas en común-. En casi dos años ningún parroquiano se me acercó para dialogar; ni siquiera nadie me formuló preguntas de carácter personal. ¡No es que uno ande mendigando cariño por ahí, pero...! En pocas palabras, en ese prolongado espacio de tiempo ni siquiera fui registrado.


Diferente es la actitud de los perros (y de casi todas las otras especies del reino). Cuando un perro nuevo llega a un santuario, se presenta cohibido, temeroso. Pues bien, la bienvenida que le dan sus paisanos es tan fantástica que en todos los casos el nuevo huésped pasa a ser uno más a los pocos minutos.


Redondeando la idea, "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" es una frase que va de maravillas con el reino animal, pero aplicado a los humanos no deja de ser un concepto hueco, carente de sentido y -hasta diría- ridículo. Tan débil es nuestra capacidad de raciocinio que en lugar de usar la cabeza y aprender de quienes nos pueden aportar algo, ¿qué hacemos? ¡No los comemos! Sí, ya lo sé. Usted me dirá que quienes se comen a los perros son los chinos. Nosotros nos comemos a las vacas, a las gallinas y a los pejerreyes; cambian los tamaños , pero en definitiva, todos sienten de igual manera y practican a rajatabla un atributo prácticamente vedado para la especie humana: el altruismo.



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