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"Homenaje" a Nelson Mandela en el centenario de su natalicio


Un emblemático pacifista, de los más famosos de la historia, tenía su corazón con forma de guante de box. Este ser humano ejemplar llamado Nelson Mandela, no veía como un contrasentido buscar a ultranza los largos caminos hacia la paz por un lado, y por otro, mostrar públicamente su amor por este controversial deporte. En defensa del boxeo, manejó algunos interesantes conceptos: “No me gusta la violencia del boxeo tanto como la ciencia que guarda. Estaba intrigado por cómo se mueve el cuerpo para protegerse a sí mismo, cómo se utiliza una estrategia tanto para atacar y retirarse, cómo toma ritmo en una pelea. El boxeo es igualitario. En el ring, rango, edad, color, y riqueza son irrelevantes. Cuando estás frente a tu oponente, cuando estudias sus puntos fuertes y débiles, no piensas en su color o estatus social”.

Lejos de verlo como un deporte que hace apología de la violencia, Mandela veía al boxeo como ciencia, como muestreo de las estrategias que se emplean para ser exitoso en el diario vivir; una especie de arte de la supervivencia. Por ese declarado amor recibió homenajes por todo el mundo, entre los que se destacan el del Consejo Mundial de Boxeo que lo nombró “Rey de la Igualdad Humana” y una estatua en posición pugilística en la ciudad de Johannesburgo.



Mi discrepancia con el gran Nelson Mandela es total y absoluta. No veo arte por ningún lado, y sí la estrategia de tumbar de un memorable golpe al contendor, importando poco y nada –tanto al golpeador como a los espectadores– si el receptor del soberano impacto muere por tal motivo.


Esta pequeña conclusión personal me lleva a inferir que la sangre y la violencia tienen ese raro magnetismo que hace tan exitosa la venta de estos espectáculos. Tanto Mandela como yo podemos vender al mundo nuestro pacifismo, pero si realmente creyésemos en la pureza de la búsqueda de los caminos de la conciliación de toda la especie humana, deberíamos ver este deporte, así como la lucha grecorromana, el sumo y otros, como espectáculos que deberían ser erradicados, pues son sinónimo de heridas, traumatismos, la razón de la fuerza, es decir, pocos atributos a la hora de hablar de armonía.


Por supuesto que todo aquello relativo al boxeo está sujeto a discusión, pues este deporte siempre tuvo sus adeptos y sus detractores, pero lo que es indiscutible es que el Sr. Mandela tuvo el exacerbado orgullo, la pésima idea, el poco corazón y la falta total de empatía, cuando se hizo retratar con el arma homicida en mano -con el sello de distinción de su sempiterna sonrisa- ante el cadáver de un pobre animal indefenso.

Cada vez que veía a Don Juan Carlos de España y a su "Sagrada Familia" de pie aplaudiendo al torero de turno tras faenar un toro bravo, una mezcla de indignación, asco e impotencia se apoderaba de mí. Deseoso de ver más sangre, Su Majestad emérita tuvo la pésima iniciativa de viajar a África para matar elefantes y retratarse junto al cadáver de uno de ellos, al que tuvo "el gusto" de acribillar a balazos. ¡Imagen patética si las hay! Si al "pobre" Bill Clinton lo censuraron hace unos años por satisfacer sus bajos instintos, ¿qué habría que hacer con el otrora monarca? Mandela no puede remediar esa “gaffe”, porque ya pasó a mejor vida, pero abre la siguiente reflexión en forma interrogativa: ¿Cómo se le puede otorgar el premio Nobel de la Paz a una persona que come carne y que se retrata con orgullo luego de haber acabado con la vida de un animal salvaje que no le hacía daño a nadie?

Cuestiones de este tipo son las que me planteo desde que accedí a este nuevo maravilloso mundo. Esta humilde manera de sintetizar mi realidad, mi cosmovisión, en una pregunta urticante para una sociedad que vive de la mentira, trato de compartirla permanentemente con el mundo lego que me rodea para nutrirme de las respuestas y de la consabida ignorancia de mis interlocutores. Estas tienen el carácter y la fuerza impetuosa de la inmediatez y la irreflexiva grosería: “¿Qué tendrá qué ver una cosa con la otra?, ¿No estarás volviéndote loco de comer tanta zanahoria?”


A veces mi esposa me dice que me tendría que ir a vivir a una isla porque día a día mi discrepancia con mis hermanos de especie va en aumento. En el hipotético caso que me fuera a vivir a un remoto atolón del Pacífico, seguiría conectado directamente con el mundo globalizado, pues permanentemente estaría levantando cadáveres de aves asfixiadas por una tapa plástica de refresco que algún ciudadano del continente americano hubo arrojado a las aguas del Océano Pacífico cuatro años antes, o tapados y contaminados de petróleo por derrames de buques transportadores de hidrocarburos. Poner distancia no sirve de nada, pues todos vivimos en el mismo mundo y lo que sucede a diez mil kilómetros de mi hogar puede repercutir en mi calidad de vida en apenas segundos. Por lo tanto, todo está relacionado con todo en esta cadena llamada vida y en este equilibrio llamado naturaleza.


Lo que mi entorno interpreta como un contrasentido, para mí no deja de ser una verdad incontrastable. Es cierto, para entenderla es necesario respirar unos segundos y reflexionar sobre su mensaje. A mí no me basta que a una persona le otorguen ese galardón internacional solo porque busca la conciliación de la especie humana. No entiendo esa paz selectiva y a medias, pues no vivimos solos. Y el pensar que vivimos solos nos lleva a este estado de permanente beligerancia entre nosotros mismos y, por supuesto, salpicando todo lo que nos rodea. Así como todo lo que tocaba el rey Midas se convertía en oro, todo lo que el ser humano capta con sus sentidos se transforma por arte de magia en injusto y reviste cientos de “cualidades” nefastas y fatídicas.


La única revolución que busca los caminos de la justicia y equidad en la historia de la humanidad se llama veganismo y formar parte de ella es más fácil que la tabla del uno. ¡No temas, no muerde! Además –y como si fuera poco- venderás salud. ¡Súmate ya!




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