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Tauromaquia: amor profundo y odio visceral


No debe haber espectáculo que genere más controversia sobre la faz de la Tierra que la tauromaquia. En este plano no hay posibilidad para medias tintas: despierta vítores de exultante embeleso y los más acendrados y hostiles detractores. Aficionados, literatos y encumbrados profesionales de todas las disciplinas se ubican en una ribera o la otra y es inadmisible adoptar una postura indiferente. Por allí aparece el dramaturgo gallego Ramón María del Valle-Inclán con un concepto más que concluyente acerca del atractivo "innegable" de la corrida de toros: "Si nuestro teatro tuviese el temblor de las fiestas de toros, sería magnífico. Si hubiese sabido transportar esa violencia estética, sería un teatro heroico como La Ilíada... Una corrida de toros es algo muy hermoso".


El catalán Albert Boadella, otro eminente literato, fue un poco más allá para defender con vehemencia la fiesta taurina. Tal si fuera una sentencia solemne como las Tablas de la Ley que Moisés entregó al pueblo judío, se despachó con un "decálogo" en pro de la "belleza" y la "poesía" que representa la tauromaquia. Entre otros conceptos, manifestó:

"...No existe en el mundo occidental ninguna ceremonia capaz de conmover y elevar con semejante fuerza al ser humano. A lo largo de mi vida he gozado de las mejores expresiones del arte, en música, danza, ópera y teatro, pero nada es comparable al ritual taurino...


"...La tauromaquia representa la más completa metáfora de la vida. Lo que acontece sobre la arena, son los hechos esenciales que mueven nuestra existencia. La vida y la muerte, el dolor, el miedo, el valor, la belleza, la astucia, la prudencia y el arrojo, y ante todo, el conocimiento y la inteligencia para actuar en el momento oportuno. Exactamente como en la propia vida. Pero lo singular de este hecho, se halla en que una lidia no contiene nada simulado. No hay teatro, ni comedia, ni circo, ni cine. Nos presenta la vida con una realidad absoluta, y eso, es algo que no sucede en ninguna otra de las artes. Tales condiciones, convierten el ritual taurino en una ceremonia didáctica y al mismo tiempo moral. Insisto en lo de moral porque representa una escuela de la vida donde deberían asistir regularmente nuestros niños..."


"...Finalmente, la décima y última razón de mi afición taurina es porque tenemos los anti taurinos. Comprenderán ustedes que un hombre sin enemigos es alguien de no fiar. Es una suerte para los aficionados poseer adversarios que desean la desaparición de la tauromaquia. Eso nos obliga a reflexionar sobre los motivos del apego a los toros, y nos cuestiona en cada momento, nuestra propia ética ante el sacrificio que se ofrece en la plaza. En última instancia, los taurinos siempre conservamos una ligera duda sobre la legitimidad de nuestra afición. Esta es la gran diferencia con los animalistas o taurófobos, los cuales no se plantean nunca la posibilidad de error en sus razones. De aquí, la cruzada inquisitorial contra la fiesta y los aficionados. Su fobia es consecuencia de un propósito disparatado: elevar los animales a la condición humana, lo cual significa un insulto a las personas, y un agravio a las bestias. En general, se trata casi siempre de puritanos, que no quieren saber la historia de la morcilla que se zampan”.


La vereda de enfrente, las antípodas del pensamiento de estos dos ilustres intelectuales españoles, la podemos definir con unos conceptos concretos, desapasionados, pero absolutamente tajantes sobre lo que representa la mayor fiesta popular de España, del siguiente enunciado del escritor Jorge Ross, en su libro La hora de los jueces: "es preciso estar mentalmente enfermo o ser el lógico engendro de una ignorancia tenebrosa para disfrutar con la práctica de la crueldad, pero utilizar el instrumento de la retórica para que esa práctica perdure, convertida en un derecho humano, es el acto demoníaco por excelencia".


Considero que era necesaria la explicación resumida del pensamiento a favor de esta expresión cultural porque desde la perspectiva vegana en favor de la vida no hay mucho que explicar. Este artículo tiene la intención de argüir algo que mi mente no logra y se resiste a encontrarle fundamento. Mientras los acérrimos defensores se deleitan con pasodobles, trajes de luces, paseíllos, banderillas, quites, muletas, pases, capotes y verónicas, yo veo solamente humillación, sufrimiento y muerte. Que el animal vomite torrentes de sangre y el aficionado grite alborozado de pasión son expresiones directamente proporcionales. El arte es un modo de ensalzar la vida, mientras que la tauromaquia es la apología de la muerte.


Cuando la doctora Marlo Morgan redactó la novela Las voces del desierto, en la que la narradora viaja a encontrarse con un grupo de aborígenes australianos en el inhóspito interior del continente, estos le trasmitieron el mansaje de que el mundo se está destruyendo, pues mientras la naturaleza va por un lado, los intereses humanos van por otro. Dentro de esas magníficas lecciones de espiritualidad, quedé encandilado con una pregunta que estos le formularon: ¿por qué el festejo tiene que involucrar irremediablemente la figura del desconsuelo y el luto? Los aborígenes nos enseñan una concepción novedosa y revolucionaria para los hombres de nuestro envenenado mundo: la posibilidad de que todos podamos celebrar y compartir la fiesta sin que nadie salga herido de muerte o en sus sentimientos. Para nuestra cosmovisión, la fiesta no es completa si alguien no sale humillado. Está comprobado que los fanáticos de los equipos deportivos celebran más las derrotas de sus adversarios que las victorias propias. Así mismo sucede con aquellos que son felices y lo festejan comiendo perdices y vacas, degustando un café con leche, o los que gritan enardecidos en una plaza, mientras un toro despide sangre a raudales.


¡Cuánta razón tienen y qué iluminados están aquellos que dicen "nunca es tarde" para empezar una nueva vida! Ese nuevo orden en el que empecé a bucear en la madurez, en busca de la equidad, el equilibrio y la armonía entre todas las especies, muchos lo encuentran en la tauromaquia cuando el toro hiere mortalmente a su verdugo. Pero ese festejo alborozado por la "victoria" del toro no deja de ser un sublime ejercicio de hipocresía, pues cuando ven por televisión que el astado "pone las cosas en su lugar", están masticando un trozo de carne vacuna. Yo, por mi parte, encuentro esa justicia infinita en las escenas finales del filme español Los santos inocentes (1984).

El argumento de la película, basado en la novela de Miguel Delibes (1981), es la realidad de dos mundos absolutamente antagónicos que necesitan interactuar para cubrir sus necesidades más básicas: por un lado las de una familia aristocrática -urgida que le limpien las miserias- y por otro, las de un clan de clase baja -que con resignación acepta la esclavitud como único medio de supervivencia-. El ampliamente laureado Francisco Rabal, en el papel de Azarías, protagoniza la saga interpretando a un rústico veterano de sentimientos nobles e inocentes y con cierto retardo mental, que tiene una entrañable amistad con un pájaro.


Su amo, un arrogante patrón de la finca, solía llevarlo consigo cuando salía de caza "deportiva". Su tarea consistía en mover las ramas de los árboles a fin de espantar a las aves para que estas levantaran vuelo y pudieran estar en la mira de la escopeta del "Señorito Iván". Pese a los constantes malos tratos que el Señorito le dispensaba a sus míseros sirvientes, no se vislumbraban en Azarías sentimientos de revancha; todo lo contrario, su sumisión a la voluntad del patrón era íntegra e indiscutible. A pesar de que Azarías tenía predilección por su fiel amiga, en una de las constantes salidas, Iván canalizó su frustración de un pésimo día de caza ejecutando al pájaro sin el menor atisbo de remordimiento, a pesar de las insistentes y vehementes súplicas del anciano para que no le disparara a su amiga.


En una salida posterior, mientras Azarías realizaba la rutinaria tarea de mover las hojas de los árboles, este aprovechó que el Señorito Iván también "estaba a tiro" y lo ajustició de manera brutal, ahorcándolo a la usanza de un cadalso improvisado desde la fronda, en una suerte de venganza aquilatada en el corazón afligido de ese pobre hombre y de todos aquellos que tuvieron la dicha disfrutar de esa joya del celuloide.


https://vimeo.com/68994858 (Película "Los santos inocentes")


Lamentablemente este ideal de justicia, tanto para los humanos como para el reino animal, es privativo de los guiones cinematográficos o literarios; en la vida real el humano seguirá cazando como mera diversión o para evadirse de los problemas.


Para finalizar, tengo que reconocer que coincido plenamente con la cita del intelectual Albert Boadilla, evocada al principio de este artículo: "en general, se trata casi siempre de puritanos, que no quieren saber la historia de la morcilla que se zampan". Para mí, aquellos detractores de la tauromaquia que disfrutan del sabor de la carne y los jamones no dejan de ser descaradamente hipócritas, pues el sufrimiento del toro de lidia en sus últimos días de vida es infinitamente inferior al de un cerdo prisionero que jamás disfrutó tan siquiera de la luz solar. Lo único comparable es el violento momento de la muerte; la gran diferencia radica en que el primero lo hace ante el gran público, mientras el segundo en el más oscuro de los anonimatos.

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http://www.elmundo.es/sociedad/2016/10/15/58011604268e3e12408b45b5.html


https://www.youtube.com/watch?v=VLM1K9mfEk8





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