Los humanos y sus "derechos"
"Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos".
Martin Luther King
La Real Academia Española define la palabra humano como "comprensivo, sensible a los infortunios ajenos".
Para poder reforzar esa “comprensión” y “sensibilidad” ante la desdicha de otros, se proclamó el 10 de diciembre de 1948 la “célebre” Declaración Universal de los Derechos Humanos: un verdadero "canto a la libertad, equidad y respeto para la convivencia pacífica de toda la especie humana". En ella se pregona que los hombres deben gozar de sus derechos y libertades individuales sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra naturaleza, posición económica, origen nacional o social, nacimiento o cualquier otra condición. También se destaca que las personas no estarán sometidas a ningún tipo de esclavitud ni servidumbre, así como tampoco a torturas o tratos crueles, "inhumanos" o degradantes.
Por su parte, la exégesis nos impuso como dogma y regla básica de coexistencia el célebre y ponderado postulado "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", cuya ligera interpretación podría ser: "no le hagas a otro lo que no te gustaría que te hicieran a ti". Ambos conceptos, sumados a algunos de los diez imperativos que Dios aplicó al pueblo judío para regular la interacción del hombre, a saber: "no matarás, no cometerás actos impuros, no robarás, no darás falsos testimonios, no consentirás pensamientos ni deseos impuros y no codiciarás los bienes ajenos", debieron haber sido el punto de partida, los sólidos cimientos para que el abecé de la vida (amistad, bondad, caridad) se centrara en el tenaz y perseverante anhelo que los humanos nos rijamos por los armoniosos nexos del amor y la paz. En otras palabras, con este altruismo propugnado por tan hermosos enunciados, lo que nos enseñaron a creer que será el paraíso, deberíamos experimentarlo en nuestro pasaje por la vida terrenal.
Así como la música y la letra necesitan de una fuerza inspiradora que las una para que juntas continúen el camino de la canción, la fuerza divina -para aquellos dotados de fe- hizo supuestamente todos los esfuerzos y estableció las partituras de esa sintonía de amor y paz. Sus siervos interpretaron esa letra a su albedrío y antojo y obtuvieron como resultado la disonancia del estruendo de los cañones, acompasados con los aullidos de muerte. Quizás desde los albores mismos de la experiencia humana el sendero de la convivencia y la paz se bifurcó; la palabra de Dios trató de encauzarlo hacia la misma dirección, pero lo único que logró son las terribles tinieblas de sangre que salpican y tiñen la epopeya del hombre en la Tierra.
De esa manera, la Justicia Divina tomó un rumbo y la de los hombres otro, completamente diferente. Antígona (Sófocles, 442 a.C.) al confesarse culpable de haber dado sepultura al cadáver de su hermano Polínices, desafió: "No era Zeus quien imponía tales órdenes, ni es la Justicia, que tiene su trono con los dioses allá abajo, la que ha dictado tales leyes a los hombres, ni creí que tus bandos habían de tener tanta fuerza que habías tú, mortal, de prevalecer por encima de las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Que no son de hoy ni son de ayer, sino que viven en todos los tiempos y nadie sabe cuándo aparecieron. No iba yo a incurrir en la ira de los dioses violando estas leyes por temor a los caprichos de hombre alguno".
La experiencia cotidiana nos enseña que lejos de amarnos, nos fascina discriminarnos los unos a los otros. No podemos calificar esta peculiaridad como innata, pues nacemos puros, sin contaminantes de ningún tipo, y de a poco, a fuego lento, nuestros padres primero y nuestros maestros después, van moldeando y perfeccionando nuestra capacidad para odiar, segregar y temer. Entramos a la adultez con problemas insolubles y preconceptos arraigados de decenas de generaciones anteriores que dan por tierra la mínima capacidad de autocrítica. A medida que crecemos, el arte de amar se desvanece, e incrementa el menosprecio y el egoísmo. Las esporádicas voces que luchan contra la intolerancia, el odio racial, la opresión y la esclavitud son sofocadas de forma violenta; tales los casos de Luther King y Mahatma Gandhi.
El ritmo del cambio nunca ha sido tan fuerte y la ética va cayendo en picado, mientras la gente lucha desesperadamente por encontrar un terreno seguro donde sentirse firme. Ya no nos produce asombro, escozor ni dolor palpitar a diario el menoscabo de los principios éticos que a través de la perniciosa intolerancia conduce a la humanidad hasta el precipicio infinito de la barbarie. Dejamos de ser simples mortales para encasillarnos como homosexuales, bisexuales, travestis, heterosexuales, negros, blancos, indios, chiitas, sunitas, católicos, protestantes, testigos de Jehová, mormones, judíos, budistas, religiosos, laicos, demócratas, republicanos, gordos, flacos, rubios, morochos, ricos, pobres, lindos, feos, altos, bajos, monarcas y plebeyos.
La pregunta surge con fuerza volcánica: partiendo de la premisa de que la discriminación gobierna nuestra psiquis en términos absolutos, ¿cómo se me puede ocurrir que si nos maltratamos a nosotros mismos logremos respetar a otros seres que sienten y sufren como nosotros?
Egocentrismo, vanidad, autoritarismo, hegemonía y un cúmulo de "virtudes" se unen para dar origen al concepto de antropocentrismo. Así como el hombre otorgó el título honorífico al león como "rey de la selva", se autoadjudicó el galardón de ser el amo y señor de la Tierra, pues para el "sujeto de derecho" todo y todos deben estar al servicio de su "humanidad". Reconocer que todas las especies y el planeta íntegro tienen que estar a disposición de Su Majestad, el hombre, para cubrir sus necesidades, implica que todo le está subordinado.
Para profundizar aún más el concepto, se le otorga el carácter de "voluntad divina", lo que trasunta en la legitimación absoluta de tales desmanes y la imposibilidad siquiera de llevarlo a la palestra para su discusión, pues "no está en nuestras manos desafiar un decreto celestial". Las sagradas escrituras de cada una de las religiones son la Constitución que regula la vida entre los hombres cuya única meta es servir y glorificar al Señor. En ellas está escrito que todo ha sido puesto a nuestra disposición para cubrir nuestras necesidades y no hay nada de malo en ello, ni falto de ética. Cumplir con esa "voluntad" es acallar posibles ecos de remordimiento o efímeros accesos de compasión.
Para terminar de dar forma al mentado concepto de antropocentrismo tenemos que explorar nuestra sui géneris "zona de confort". Elijamos un día en la vida del ser humano moderno: se levanta después de haber dormido plácidamente sobre unas hermosas sábanas de seda. Debido al frío debe vestirse con suéter y medias de lana. Se desayuna con leche, fiambre, queso y miel. Almuerza sopa de pollo y un bistec de carne con huevos fritos. Luego hace su siesta en un sofá de cuero apoyando su cabeza sobre un almohadón de plumas. A la tarde hace un paseo a caballo y cerrará el día apreciando el espectáculo "fantástico" que ofrecen delfines, orcas y focas en el circo acuático.
Todas estas actividades que desarrollamos en un día normal de nuestras vidas, vulneran sistemáticamente el derecho de otras especies. ¿Estamos preparados para renunciar a todos esos "beneficios" que nos "otorga" la madre naturaleza? ¿Cómo si no con sonrisas y de brazos abiertos vamos a recibir esos "regalos" del Todopoderoso? ¿Estaremos dispuestos a cambiar nuestros hábitos, al menos para honrar la calidad de vida (y la vida misma) de las especies subordinadas?