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Obesos: grandes rehenes del consumismo



La experiencia humana se ha desviado de tal manera que los únicos obesos del reino animal somos los propios humanos y aquellas especies que están a nuestra merced, es decir, nuestras mascotas y víctimas. Las especies que "debemos" sacrificar para alimentarnos, deben estar lo más gordas posibles; la ecuación es más que sencilla: a mayor peso, obviamente superior será el beneficio en carne y "comida". En esta categoría se encuentran las figuras paradigmáticas de la vaca, el pollo y el cerdo.


No tengo claro si las mascotas son felices rodeadas de humanos. Aunque les dispensamos cariño, alimento y atención médica cuando están enfermas, muchas veces terminamos siendo sus verdugos sin darnos cuenta, y cuando llegamos a la conclusión de que les estamos haciendo daño, carecemos de la lucidez mental para enmendar los yerros para que recuperen su bienestar. En cualquier ocasión se las puede ver con un superlativo grado de obesidad y con grandes dificultades para desplazarse. Si nuestros gatos y perros engordan a límites desproporcionados y no sabemos cómo implementar los cambios para conducirlos a una vida saludable, ¿qué pasa cuando en esa problemática están involucrados nuestros hijos?


A mi juicio, una de las facetas más lacerantes del agudo deterioro que presenta el planeta y de que sus administradores no tenemos la menor idea de cómo descifrar el enigma que significa vivir en armonía, es el estado físico y psicológico que presentan los cachorros humanos, los niños. No dejo de sorprenderme cuando una madre se presenta ante el pediatra con el típico tono plañidero: "¡el niño no ‘me’ come!" El solo hecho de que los niños no sientan la necesidad de comer a ciertas horas, genera estrés en madres y abuelas, como si estos fueran tontos y estuvieran atentando contra sus propias vidas.


Dejamos su naturaleza de lado -que no es otra que la de todos los mamíferos que habitan el planeta- y en lugar de educarlos, nos vemos en la necesidad de sobreprotegerlos y por ende, les obligamos a comer contra su voluntad. En esta tenaz tarea, los niños son sometidos a porciones exageradas de comida y a ingerir alimentos que no son de su agrado, pero que según el médico (y la historia) aportan proteínas y nutrientes insustituibles. De esa manera hemos forjado la idea de que un niño saludable es aquel que tiene la cara redonda, mientras que el que tiene las piernitas delgadas y frágiles como mondadientes, nos genera cierto disturbio mental, cómo si algo no estuviera funcionando bien en él. Sin embargo, todas las otras crías del reino animal salvaje que lucen enclenques en su juventud, sin excepciones se transforman en saludables en la adultez.


Cuando nuestra ceguera intelectual deja entrar un pequeño resplandor de clarividencia para demostrarnos que estamos conduciendo a nuestros hijos por el camino sin retorno que representa la obesidad, es cuando la debacle mental hace irrupción por la puerta grande y nos transporta a soluciones "mágicas", en las cuales perderemos dinero a raudales, salud, pero nunca kilos. Esa "asombrosa" solución -aceptada por todos los estratos sociales de todas las geografías- pasa por las clínicas de adelgazamiento, expertas en vender ilusiones.

Si los adultos en lugar de modificar ciertos hábitos dañinos, recurrimos a consultorios que nos permiten fantasear con la quimérica "perfecta delgadez", ¿qué herramientas podemos proporcionar a los niños para que ellos no cometan los errores que cincelan nuestra vida signada por los excesos? Ninguna. El cocinero y educador preescolar uruguayo Diego Ruete dio en la tecla cuando manifestó: "¿cómo vamos a incorporar las verduras a nuestro hijos si no las comemos nosotros?" A tales efectos se necesitan soluciones definitivas con cambios diametrales de hábito, de rumbo y no los "tratamientos" extraordinariamente rápidos y "efectivos". Albert Einstein decía que solamente un loco puede esperar resultados diferentes si siempre practica las mismas cosas.


Dos razones fundamentales nos transforma en obesos a temprana edad: el sedentarismo y nuestros ruines hábitos alimenticios. Antes los jóvenes sufrían luxaciones de hombro por algún fuerte encontronazo jugando algún deporte; hoy esas mismas lesiones son fruto de una mala postura ante la computadora. Ya desde pequeños nos volvemos holgazanes y tendemos a minimizar nuestros movimientos. Uno, que vive a los tumbos para satisfacer un cúmulo de necesidades personales y familiares, no soporta perder el tiempo gratuitamente. A tales efectos, esperar el ascensor de mi edificio me representa una verdadera tortura sicológica. Ese padecimiento se transforma en indignación cuando soy testigo de que mi vecino de doce años tiene el hábito y la insólita paciencia de esperar cinco eternos minutos el elevador para subir del quinto al sexto piso. Lo que puede resolver en contados segundos, la educación que recibió de sus padres le hace ver apropiado y natural esperar en lugar de subir por las escaleras.


Los avances en la tecnología están para hacernos "más fácil" la vida. Cuanto menos nos movamos, mucho mejor. Se trata de acortar procesos, fabricar atajos para tener más tiempo dedicado al ocio. A tales fines, nos hemos creado un entorno en el cual no hay que hacer mayores esfuerzos para acceder a la comida. Las "altruistas" industrias alimenticias lo han pensado todo y nos "benefician" con comidas rápidas que en escasos minutos la tenemos servida bien caliente, mientras nuestra tergiversada naturaleza hace el trabajo de engordarnos cada vez más. Eso se logra porque la única "extenuante" tarea que tenemos por delante es abrir el envoltorio y calentar su contenido en el horno microondas.


Si los adultos estamos sumergidos en una vorágine que no nos permite detenernos un instante para reflexionar hacia dónde nos dirigimos con tanta prisa, los niños no tienen otra alternativa que encadenarse a nuestro brazo y hacer las mismas cosas que nosotros. No hay posibilidad para innovaciones y cualquier intento de insurrección será sofocado con el peso de la tradición.


Esa globalizada epidemia delineada por el marketing y las políticas socioeconómicas llamada obesidad -que provoca el congestionamiento en hospitales y clínicas-, no es una enfermedad; nuestro cerebro es el que está enfermo, pues recurre religiosa y desesperadamente a "dietas milagrosas" y a médicos para contrarrestar los efectos nocivos que nos ocasiona alimentarnos de productos no apropiados para nuestra especie. Cuesta creerlo pero los adultos tenemos la solución al alcance de la mano y lo más extraordinario es que esa panacea es milagrosamente rápida y sumamente barata. Subir las escaleras en lugar de utilizar el ascensor y erradicar definitivamente la ingesta de productos de origen animal son el comienzo y el final de una nueva y promisoria vida. Los resultados altamente atractivos: ahorro de dinero en visitas al médico, en medicamentos y en evitables intervenciones quirúrgicas, además de pérdida notoria de grasa corporal.


La sociedad de consumo y la publicidad generan damnificados y engendran rehenes, y en esta categoría encontramos a los obesos. Cuando los veo desplazarse por las calles pienso solamente en su cautiverio y en las escasísimas posibilidades de escapatoria de ese trágico destino. Se torna casi imposible que si el niño crece con sobrepeso pueda escapar a la obesidad cuando sea adulto, pues las voces que claman por ese cambio son casi imperceptibles. Para educar al niño, primero es necesario educar a sus padres y el "disco duro" de estos no admite formateo a cierta edad.


Muy sabia la reflexión de Hipócrates al respecto: "cuando alguien desea la salud, es preciso preguntarle si está dispuesto a suprimir las causas de su enfermedad. Solo entonces es posible ayudarlo".

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