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El "glamour" de las carreras de caballos


Dejando remontar mi imaginación y partiendo de la hipótesis que los caballos tienen muy buena memoria, me surge una serie de "interesantes" cuestiones: ¿Qué pasa cuando un jockey muere en plena carrera por traumatismos varios debido a una caída? ¿Acaso no podría considerarse también como un acto de justicia infinita? ¿O esa equidad que reclamamos "los hombres de buena voluntad" es privativa para cuando el líquido escarlata brota como manantial del cuerpo del toro salvajemente puyado, y este, en su último hálito de vida levanta por los aires a su agresor? Jamás pisé un hipódromo, pero sé con fundamento que los caballos sacrificados durante las carreras debido a fracturas y traumatismos irreversibles (para seguir compitiendo, por supuesto) son de un porcentaje escandalosamente alto. Esos poderosos equinos, mejorados genéticamente para esta disciplina, si no pueden prestar ese "servicio", van directamente al matadero y a las casas de comida que comercializan su carne.


Cuando ocurre un accidente donde el jockey pierde la vida, generalmente también muere "anestesiado" el caballo. Todos lamentarán el deceso del hombre y solamente el dueño del equino -acompañado quizás de los que apostaron por su víctima- quedará compungido por la muerte de este, no por el animal en sí, obviamente, sino por las pérdidas económicas y las altas expectativas que se habían depositado en él. Lo que la gente no quiere ver es que los caballos de carrera tienen una vida de miserable esclavitud al servicio de la causa humana.


Esa simbiosis poética entre jockey y caballo que los hace desplazarse "mágicamente" a ritmo vertiginoso sobre la pista, no es más que una mera idea que los humanos aprendimos a forjar en nuestra mente. Cuando una persona llega al hipódromo no piensa, ni siquiera imagina, el grado de sometimiento que se le propina al equino en este "bonito" deporte. No existen los remordimientos en aquellos que gritan enardecidamente en las gradas, pese a que el maltrato está a flor de piel. La mente humana está bloqueada o canalizada para no ver lo que está delante de sus ojos.


Aquel que piense que la naturaleza del caballo son las carreras está profundamente equivocado. En primer lugar no nació para ser montado por nadie. En libertad puede llegar a vivir hasta treinta años y es extremadamente sociable, pues vive en manadas, interactúa con sus familias y tiene excelentes sistemas de defensa para los agresores externos -excepto los humanos, claro está-. Su dura realidad indica que desde que nace hasta que muere deberá servir a la causa humana. Transporte, comida o negocio son las actividades que el humano le asignó y por esa única razón tiene una expectativa de vida que ronda los seis años.


El caballo que galopa frenéticamente en el hipódromo armado de una soberbia masa muscular, difícilmente estará en contacto con otros de su clase, pues su única realidad es el cautiverio y las exhaustivas jornadas de entrenamiento. Su rutina es estar entre veterinarios, jockeys y entrenadores, siempre con "las maletas alistadas" debido a que se la pasan viajando de un lado a otro. Su altísimo valor hace que su dueño trate de exprimirle el jugo hasta la última gota, y se hará todo lo que sea necesario para atender esa rentabilidad, llegando incluso hasta el dopaje.


Cuando todavía no terminaron de crecer y su estado es frágil aún para alcanzar las velocidades exigidas, padecen los entrenamientos rígidos. Tanto esfuerzo genera múltiples fracturas de huesos, que deben subsanarse rápidamente para que el animal vuelva a competir. Deliberadamente se aceleran los procesos y eso genera en el caballo un sufrimiento atroz. Aquel que no supera la crisis va directamente al matadero, ya que no es redituable perder dinero y tiempo en un caballo que no va a "producir"; tal como si se tratara de una herramienta desechable. Esta forma encubierta de tortura es más difícil de entrever y rechazar que otras -como la caza o la tauromaquia, como vimos anteriormente-, debido a que el animal no es ejecutado directamente por un arma blanca o de un balazo. Pero el uso de los caballos al servicio del hombre no deja de ser más de lo mismo, en lo que a maltrato animal se refiere.


El único sufrimiento visible de estos hermosos ejemplares se ve claramente en la pista, cuando el jockey deliberadamente flagela el lomo del equino con la fusta -sinónimo eufemístico y refinado de la palabra látigo-. Lo más triste y llamativo es que nuestra mentalidad especista directamente no ve ese castigo; lo neutraliza inconscientemente, aunque allí esté presente. Los caballos son el centro del espectáculo, pero parece que nadie percibiera su presencia. Es el único deporte en que miles de "deportistas" mueren al año y nadie dice nada, pese a ser una verdad incontrastable. En el fútbol, cuando un jugador fallece en el campo de juego debido a un problema cardíaco, la congoja es mundial. Son situaciones raras, que se dan esporádicamente, y la conmoción por esas pérdidas humanas sigue siendo globalizada. Aunque absolutamente nadie se compadece de ellos, en el mundo del turf mueren miles de caballos al año y esa es la moneda corriente de ese "deporte".


Partiendo de la base de que los caballos tienen buena memoria, es hora de volver a mi "ubérrima" imaginación. En el caso que un jockey falleciera por las heridas recibidas tras una caída, ¿sería descabellado pensar que fue un acto deliberado del equino? Si tomamos como punto de partida los sufrimientos sistemáticos que padecen los caballos durante toda su vida y que, para colmo de males, además los revientan a latigazos para que corran más rápido, ¿sería posible pensar en una hipotética y planificada venganza? Si por millares se cuentan los caballos muertos ejerciendo la función que les fue impuesta, ¿no se podría catalogar como un acto de estricta justicia la muerte de un jockey de vez en cuando? La dualidad de criterios para sopesar dos actos que coinciden en el sometimiento y la crueldad hacia el animal nos lleva a tener reacciones antagónicas: ningún televidente festeja la caída y muerte de un jockey y todos (excepto los amantes de la tauromaquia) celebran alborozadamente el deceso de un torero. Asimismo, la muerte concatenada "del personal" equino no despierta el interés ni la congoja de nadie, mientras que la de los toros aviva la rebeldía del mundo que aborrece la tauromaquia. Doble discurso en estado puro, pues no me canso de manifestar que se trata exactamente de la misma crueldad; que uno muera atravesado por una espada y el otro a causa de una caída o por sobredosis de medicamentos es un simple matiz. Los factores culturales son los que separan circunstancias que en los hechos son similares.


Las carreras de caballos son un negocio sórdido y truculento camuflado de glamoroso debido a su carácter elitista. Esa historia empezó hace unos tres siglos, cuando a la Reina Ana se le ocurrió construir un hipódromo en las inmediaciones del Castillo de Windsor. Gracias a la presencia de la Familia Real Británica, las carreras se convirtieron con el correr de los años en una marca registrada para la "distinción, elegancia y excelencia". Al evento anual acuden representantes de muchas casas reales y dignatarios extranjeros. Hoy lo preside la Reina Isabel II, y en conjunto con sus familiares llegan en carruajes especialmente diseñados para la ocasión.


"Ascot" es el evento social más pomposo de las Islas Británicas, y todas las cámaras fotográficas del mundo apuntan hacia allí, pues en él se desarrolla el más increíble desfile de sombreros femeninos. Las mujeres de la aristocracia se presentan ataviadas con verdaderas "obras de arte" por encima de la cabeza, que de tan extravagantes hasta un bufón lo pensaría dos veces antes de ponérselas. No me llevo muy bien con todo ese mundo fashion que habla de la moda y "las tendencias", pero lo que sí es una verdad absoluta es que las revistas que escriben sobre las casas reales y sus chimentos incrementan su caudal de ventas cuando se da el fenómeno Ascot. Es sabido que todo el mundo mira a Europa como la vanguardia de la cultura y el refinamiento y lo que más define a aquel Viejo Mundo -y hace suspirar a las muchedumbres- son sus peculiares monarquías. Todo eso me lleva a constatar que mientras los caballos mueren en el más triste de los anonimatos, la gente muere por ver el sombrero de Camila Parker. ¿Cómo puede ser que si las monarquías siempre se destacaron por sus decisiones despiadadas, sus negocios turbios y sus escándalos amorosos, la gente esté tan pendiente de lo que estas hacen y visten? Diana Spencer pagó caro haberse dado cuenta de esta lacerante realidad. Tanto es lo que vende ese mundo "de belleza y ensueño" que toda esa fantochada fue acogida de buen talante por una de las regiones más visitadas del planeta, la opulenta y soberbia Dubai, que le refriega al mundo en el rostro que el "poderoso caballero Don Dinero" -parafraseando a Francisco de Quevedo- sobra en aquella parte del mundo. Este espectáculo también es "pan y circo", y pone de manifiesto que a pesar de que el "deporte de los reyes" permite el abuso de los equinos, los monarcas y sus lacayos lo presentan con éxito como el sincretismo natural entre los de "sangre azul" y los "pura sangre".


Debido a que los caballos de carrera -así como los utilizados en el polo y la equitación- lucen refulgentes y musculosos, su maltrato es casi imperceptible, simplemente porque la gente se distrae con otros avatares.

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