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¿De qué manera podemos dar amor si nuestro ser está impregnado de violencia y muerte?


Elijamos un día en la vida del ser humano moderno: se levanta después de haber dormido plácidamente sobre unas hermosas sábanas de seda. Debido al frío debe vestirse con suéter y medias de lana. Se desayuna con café, leche, pan con fiambre, queso y miel. Almuerza sopa de pollo y un bistec de carne con huevos fritos. Luego hace su siesta en un sofá de cuero apoyando su cabeza sobre un almohadón de plumas. A la tarde hace un paseo a caballo y cerrará el día apreciando el espectáculo "fantástico" que ofrecen delfines, orcas y focas en el circo acuático.


Todas estas actividades que desarrollamos en un día normal de nuestras vidas, vulneran sistemáticamente el derecho de otras especies. ¿Estamos preparados para renunciar a todos esos "beneficios" que nos "otorga" la madre naturaleza? ¿Cómo si no con sonrisas y de brazos abiertos vamos a recibir esos "regalos" del Todopoderoso? ¿Estaremos dispuestos a cambiar nuestros hábitos, al menos para honrar la calidad de vida (y la vida misma) de las especies subordinadas?


El concepto de antropocentrismo que reza que todo nos pertenece, va sólidamente fusionado con aquel que establece que no tenemos la más mínima intención de abandonar nuestra "zona de confort". A través de miles de años de evolución fuimos acuñando vicios tales como la pereza, la holgazanería y el desgano. La zona de confort se ciñe a un estado intelectual, mediante el cual nos sentimos cómodos, seguros y protegidos. Cada uno de esos espacios mentales es personal, y de acuerdo con los cambios que deseemos practicar en nuestras vidas, lo expandiremos o encogeremos. Expandirlo es solamente para mentes privilegiadas, que en aras de obtener beneficios sustanciales en su calidad de vida, deberán renunciar a hábitos más consolidados que la raíz de un secuoya; encogerlo -que es lo más usual- implica caer en el conformismo y limitar los sueños a cosas que se puedan alcanzar sin mayores esfuerzos. Las dos caras de la actitud se pueden apreciar mejor con los siguientes ejemplos: dicen que el hecho de subirse al podio para recoger la medalla dorada olímpica es simplemente un mero trámite. La presea no se gana en la final, sino en los rígidos entrenamientos, en el esfuerzo diario y el sudor de años de trabajo. La otra cara es la del hombre cincuentenario que se mira al espejo desnudo y acepta sin luchar el voluminoso abdomen que la "naturaleza" le ha otorgado. Diciendo "tengo cincuenta años" justifica de manera conformista las verdaderas razones que no quiere ver. Es la batalla entre la tenacidad y la perseverancia contra lo pusilánime y timorato.


El cambio que deseamos implementar para mejorar nuestras vidas no está exento de un proceso de transformación que implicará ciertos padecimientos o incomodidades pasajeras, pero cuyo resultado redundará en el óptimo desempeño del trío cuerpo, mente y alma. No somos proclives a las modificaciones y todo justificativo verbal inconsistente tendrá fuerza de ley para minar nuestra mente. Los excesos o inoperancias de la juventud se pagan inexorablemente en la vejez, tal si fueran una caja de ahorro.


De la mano del concepto de antropocentrismo referido en los párrafos anteriores se asoma la noción de especismo. Se trata de la misma realidad vista desde otro ángulo que reafirma el concepto de que la única especie que discrimina y subordina a todas las demás es la humana. Todos los animales están dotados de sensibilidad, por tanto tienen la capacidad de amar y sufrir -al igual que el hombre-, además de intereses y necesidades propias. Pero a la hora de establecer diferencias, la pertenencia al grupo de los humanos es la determinante respecto de quién merece el respeto de sus derechos y quién no. Argumentos históricos, culturales y sociales milenarios se funden para determinar en forma arbitraria que los humanos gozamos de todos los privilegios respecto de los derechos e intereses de las otras especies.


La cultura se encarga de machacar el cerebro carente de maldad y miedo y, a su vez, pletórico de pureza e inocencia de las nuevas generaciones de humanos que llegan al mundo. El trabajo pérfido de los mayores es "educar" a los hijos en los falsos principios éticos y morales de libertad, igualdad y fraternidad que nos legó la Revolución Francesa (1789) por un lado, pero que por otro son avasallados con el argumento de la repetición sostenida a través de canales diversos como televisión, libros infantiles, consumo de productos alimenticios provenientes de la explotación de animales, visitas al jardín zoológico, circos, paseos a caballo, etc. Ese atropello a la razón hace que muy pocos se cuestionen esa supremacía humana respecto de las demás especies a temprana edad, pues toda la maquinaria está orientada a que nuestro es el mundo y por tanto disponemos de sus beneficios de la forma que mejor nos da la gana. Como el rechazo a esta cultura abusiva es insignificante, están dadas las condicionantes óptimas para que esta injusticia se mantenga por los siglos de los siglos sin que exista la mínima capacidad de cuestionamiento o reacción. Toda la educación está orientada a que los derechos de las otras especies no son relevantes. La medicina, la alimentación, la diversión y la vestimenta agradecen jubilosamente esa "generosa" contribución del reino animal.


Estamos a años luz de vivir en un mundo ideal, y basta citar al gran Pitágoras para comprobar en una frase concisa un pensamiento ilustre: "Mientras los hombres sigan masacrando a sus hermanos, los animales, reinará en la Tierra la guerra y el sufrimiento y se matarán unos a otros, pues aquel que siembra dolor y muerte, no puede cosechar alegría, amor ni paz". ¿De qué manera podemos dar amor si nuestro ser está impregnado de violencia y muerte? Nos alimentamos de cadáveres ultrajados y los cargamos en nuestro vientre, haciendo de nosotros cementerios ambulantes (con la carga negativa que ello implica).

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