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El cerebro humano se ha tornado frío; su corazón, helado


La violenta imagen del niño sirio ahogado en la orilla de una playa turca, en septiembre de 2015, empezó a poblar mi mente, sola, en silencio y de a poco, lo que me llevó a ciertas reflexiones. Pero la introspección no fue por la tragedia del niño en sí. Al estar permanentemente bombardeados de imágenes despiadadas, perdemos la perspectiva de cuándo termina la ficción y comienza la realidad, y esta no deja de ser una foto más de un niño muerto por causas no naturales a la que nos hemos acostumbrado con bochornosa asiduidad. Lo que robó mi pensamiento lo puedo explicar con una sola pregunta: ¿qué factor pudo llevar a un ser humano a sacar esa foto como prioridad absoluta, en lugar de ayudar a un niño que quizás todavía estaba con vida? La respuesta es simple y sencilla: la fama y el dinero. Los valores morales han quedado solamente a los efectos de aparentar.


Esos nuevos valores que redundan en la implacable y frenética lucha por los bienes materiales también se ven reflejados en otra infausta foto: la insana necesidad de trascender, vendiendo la imagen del deportista más excelso en la historia de los Estados Unidos, abatido por la enfermedad en el ocaso de su vida. Eufemísticamente les llaman fotos “sensacionalistas”, pero ¡cómo venden!


El afamado premio Pulitzer "estimula" la excelencia de captar con la lente un instante en la vida. Lamentablemente, los hechos me hacen volver a la violencia, pues este premio de fotografía desde hace décadas no hace otra cosa que rendir tributo a hechos luctuosos. No tenía duda alguna que la foto de este desdichado niño sería gran candidata a obtener el premio a la mejor del año. Me llevó a inferir este razonamiento aquella postal ampliamente galardona (1994) que "conmovió" al mundo, en la que un buitre espera pacientemente que un famélico niño africano muera para comérselo sin circunloquios.

El cerebro humano se ha tornado frío; su corazón, helado. Despreciamos -aunque intentando que no parezca muy obvio- a quien no tiene posesiones materiales, un título académico, un hogar en propiedad o el último teléfono móvil o a aquel “desquiciado” que no cree en Dios. Alardeamos con tumbas sofisticadas y nombres artísticos para hacer siempre la diferencia, y nos tienen sin cuidado las lejanas desgracias ajenas. Nos sobra arrogancia y falta empatía para ponernos en el pellejo del otro tan siquiera una vez.


Curiosa la mente humana, ¿no le parece? Por un lado, la sangre genera esos sentimientos encontrados que despiertan nuestra siempre latente morbosidad. ¿Por qué los informativos televisivos dedican la mayor parte de su espacio a crímenes espeluznantes? ¿Cuál es el motivo para que acaparen la mayor audiencia? ¿Por qué disminuimos la velocidad del auto para fisgonear un accidente de tránsito? ¿Qué razón lleva a los escolares a formar un círculo para ver pelear a dos de sus compañeros, en lugar de separarlos? Los detalles macabros acompañados de imágenes explícitas son del disfrute de la gente que se regodea con el sufrimiento ajeno.


Nadie mejor que el escritor uruguayo Horacio Quiroga se refirió al poder de seducción que la sangre despierta en la especie humana: “El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándola con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo... rojo...” http://lieber.com.ar/quiroga/lagallinadegollada.html


Por otro lado, hemos aprendido a convivir pacientemente con campos de exterminio en nuestras ciudades y la apatía hacia esa sangre es total y absoluta. La sangre de los animales que no utilizamos como comida es la que activa nuestras neuronas a favor de la defensa de las especies "desprotegidas". Aquellas que tienen la "versatilidad" para brindarnos su carne como alimento, su leche como bebida "insustituible", su cuero como abrigo y calzado, sus huesos para refinar azúcares y fabricar gelatinas, su grasa para hacer jabón y champú, no pueden despertar el más mínimo síntoma de misericordia, pues son demasiado preciados los beneficios que nos aportan.


A propósito el filósofo judío de origen alemán, Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, desnudó de manera sublime nuestra peligrosa complacencia y pasividad con el statu que nos asfixia sin que nos demos cuenta: “Auschwitz empieza donde quiera que alguien mira un matadero y piensa: sólo son animales”.


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