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El desconsuelo de ser niño en el siglo XXI



Hay una canción del más afamado cantante de lengua castellana de todos los tiempos, Julio Iglesias, en la que melancólicamente dice:


“De tanto correr por la vida sin freno me olvidé que la vida se vive un momento.

De tanto querer ser en todo el primero me olvidé de vivir los detalles pequeños.

De tanto ocultar la verdad con mentiras me engañé sin saber que era yo quien perdía.

De tanto esperar, yo que nunca ofrecía hoy me toca llorar, yo que siempre reía.

De tanto correr por ganar tiempo al tiempo queriendo robarle a mis noches el sueño

De tantos fracasos, de tantos intentos por querer descubrir cada día algo nuevo”.


El pesar del cantante se transforma en amargo desconsuelo si lo trasladamos a los niños. La vorágine contemporánea lleva a que estos se hayan olvidado de jugar, es decir, de vivir. Es que la realidad en la que estamos inmersos ya no les permite jugar; es más importante la tarea, las clases de inglés, de danza, de canto, de guitarra, de pintura y de natación. Lo que mejor pueden y saben hacer los niños es divertirse y la sociedad competitiva de hoy se lo tiene prohibido. Ese niño frustrado tendrá por norte la despiadada competitividad en procura del éxito, de la riqueza monetaria. A los quince años ya son presionados a decidir si querrán ser médicos o abogados.


http://www.huffingtonpost.es/2016/12/23/nino-charco-barro_n_13808956.html


Una forma de exigir a los niños más de lo que ellos pueden dar y así martirizar sus cerebros en pleno crecimiento, se aprecia en los concursos de canto por TV a una edad precoz. Se los ve felices desplegando su arte con capacidad y soltura sobre el escenario, demostrando dotes innatas para esa disciplina. El problema se presenta a la hora de la expulsión. Como somos maestros para hablar en forma eufemística, buscaremos la forma de matizar un poco el efecto devastador de la palabra. Le podrán decir al niño caído en desgracia: "no has calificado", o "lamentablemente no podrás continuar con nosotros", pero en definitiva se trata de una eliminación, una especie de destierro. ¿Alguien del equipo de producción se habrá detenido a pensar en el trauma que se le ocasiona a un niño de siete años al expulsarlo de un certamen? Lo cierto es que rompe el corazón y parte el alma ver los desconsolados llantos de esos chiquillos que son expuestos a la fama o al ostracismo por culpa de sus padres -que lo único que persiguen son las riquezas que imaginan que estos les darán-.


Hay edades para todo. A mi juicio resulta contraproducente exponer ante el gran público a personas que piensan en juguetes y se despiertan dieciocho veces a la noche para ver si debajo de la almohada todavía está el diente que se le cayó en la tarde o si el ratón lo cambió por dinero. Si la vida ya se va a encargar de hacerlos llorar a raudales, ¿para qué adelantar el proceso robándoles la ilusión de la niñez?


Este prolegómeno nos invita a analizar otro "reality show" que gusta a todos y que a mi criterio responde de manera óptima por qué la historia de la humanidad y nuestra cultura milenaria nos conducen a los resultados nefastos con los que convivimos diariamente.


Muchas de las mujeres adultas que permanecen toda una vida en el hogar familiar, escogen la televisión como compañera inseparable. Las temáticas que más las seducen son las novelas y las recetas de cocina. Dentro del ámbito culinario, los programas que más audiencia generan son los concursos en los que compiten cocineros experimentados. Estamos hablando de participantes adultos que observan tiesos, con adrenalina y pánico, el dictamen del avezado jurado que prueba su elaborado menú.


Si el público se siente cautivado por esta "sana" competición entre adultos, inequívocamente el auditorio aumentará si los participantes son niños. ¿Qué cosa más tierna que un niño laborando y opinando en forma erudita sobre sus técnicas para cocinar? Volvemos a lo esgrimido anteriormente que dice que los niños además de ir a la escuela, lo único que deberían hacer es jugar y no competir en forma implacable para ser los mejores, pues de esa manera encaminamos sus mentes hacia la perfidia. La frenética búsqueda del éxito y la superfluidad, nos lleva a perder el balance y la perspectiva que redundará, tarde o temprano, en el abismo de la profunda depresión.


Lo que más preocupa -siempre dentro de la perspectiva vegana- es que la cadena perpetua a la que nos tiene sentenciada nuestra sangrienta historia, nos hace ver como algo absolutamente normal, hábitos realmente espeluznantes. Asusta ver los niveles de destreza que poseen estos críos al utilizar cuchillas apropiadas para un curtido carnicero y cómo no se inmutan a la hora de llevar a cabo el rutinario acto de descuartizar cadáveres.





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